Me gusta mucho leer Le petite claudine.
Hoy me encuentro con un artículo de ella que tiene mucho que ver con este blog, los superhéroes, mitos de la cultura contemporánea, y su reflejo. Ese reflejo, que es lo que importa.
Superhéroes, de La petite Claudine
El superhéroe es la materialización psicosomática de nuestro sentido de la justicia. El típico fan de la Marvel es el niño tímido e inteligente que se sienta en un rincón de la clase dibujando, leyendo y alimentando un creciente complejo de estar siempre en el sitio equivocado, en el momento equivocado. Y lo es porque su sentido de la justicia -o, más bien, de la injusticia- se desarrolla de manera más temprana y directa que el de los otros niños. A él le parece injusto que los demás le castiguen por lo que sabe, lo que le gusta y, en definitiva, por lo que es. El resto, mientras tanto, trabajan su sentido de la normalización, que es mucho más corriente que el de la justicia, como de uno a cien. En términos académicos se conoce como tall poppy syndrome: cabeza que sobresale, cabeza que hay que cortar. Es moneda corriente en los colegios, universidades, asociaciones de todo tipo y también en la Red, como ustedes bien saben. Por culpa de este desafortunado desajuste, el niño del que hablamos pasa gran parte de su adolescencia imaginando un Super-Yo (es decir, un Super-El) capaz de cortar las burlas con una frase incontestable, sorprender al abusón con un gancho de izquierda o rescatar el sombrero de la niña más guapa de clase de lo alto del tejado con un doble salto mortal. Todo en pretérito pluscuamperfecto, a toro pasado y con bullet time: entonces le hubiera cogido y le hubiera dicho. Y todos me habrían mirado como diciendo. Y entonces me iría tranquilamente y todos habrían pensado ¡qué pasada chaval!
El superhéroe hace las veces de repartidor de justicia, vengador y galán al mismo tiempo. En los comics y en las películas es generalmente un outsider que trabaja en el anonimato o al márgen de la Ley: su papel es hacer justicia en un mundo en el que la Justicia está ocupada haciendo Política o envuelta en alguna conspiración. En nuestras fantasías, es el que vuelve a la escena del crimen y pone las cosas en su sitio. Pero, como observa Alan Moore -con perdón- hay un pequeño problema: el superhéroe es un crio alienado y vengativo que quiere hacer justicia en sus propios términos. Cuando ese niño encuentra por fin su lugar en el mundo, el superhéroe que sobrevive es la parte que no.
El sueño de la razón. Yo viví brevemente con un psicópata que tenía una fantasía recurrente. Lo llamaba «pegarse con tios en bares»: un hombre -generalmente un conocido mío- llegaba al bar en el que estábamos sentados y hacía o decía algo grosero, como darme un cachete en el culo o proponerme una obscenidad. En su fantasía, él le ponía en su sitio con una frase ocurrente, a lo Clint Eastwood, en la que le advertía que no insistiera a la par que se ganaba la admiración de todo el bar. Eso sí que es un hombre -murmuraban en el bar. Pero el intruso estaba borracho y cometía un segundo error. Entoces mi novio psicópata le sacaba a la calle y le daba una paliza de muerte, para escarnio del intruso y satisfacción personal. Mi novio el psicópata se pasaba las horas muertas imaginando esta escena, en una especie de masturbación patética y compulsiva que le ayudaba a soportar sus celos cuando yo quedaba con algún amigo para tomar un café. Ese era su Super-Yo, su sentido de la justicia. Cuando nuestra relación deterioró, a los dos meses de haber empezado, su Super-Yo siguió golpeando a mis amigos y conocidos en noches imaginarias pero su yo real era demasiado cobarde para hacer una cosa así, así que empezó a golpear a mis gatos. En esta actividad, su sentido de la justicia se manifestaba doblemente: hacer daño a los gatos le hacía sentirse mejor y yo recibía el peor de los castigos posibles.
Cuando una panda de chavales le echan la soga a un perro y lo arrastran con el coche hasta que algún extremo se rompe -la soga, el perro- también hay un superhéroe en escena, el mismo que mató a la mendiga en Barcelona y que nos sonríe en las fotos de Abu Ghraib: el que se siente satisfecho torturando a alguien que no se puede defender. Y lo justifican de mil maneras (era un chucho apestoso, una negra de mierda, apestan como ratas, ensucian la ciudad) pero se están vengando de una situación que les supera. De sus padres, de sus profesores, de sus jefes, de las chicas que les rechazan o los chicos que les desprecian a los que culpan -quizá con razón- de sus propias vidas patéticas. Y están huyendo desesperadamente del vacío total: emburrecidos por una educación deficiente y alentados por la basura televisiva, se han vuelto incapaces de encontrar otras fuentes de inspiración. Son demasiado cobardes para asumir consecuencias y no soportan el dolor o el fracaso, por lo que jamás se enfrentarían a alguien de su tamaño. Necesitan una gran superioridad numérica o experimentar su poder con un alguien completamente indefenso: un perro famélico y maniatado, un gato enfermo acorralado en un callejón. Después lo graban en video, le sacan fotos, lo comentan, lo celebran. Probablemente repitan. Mis felicitaciones al Ministerio de Educación, aquí estamos muy motivados. Un día, la frase mágica, el campanazo. El subidón: la próxima vez cogemos a un tío ¿eh? Venga, un tio. Venga va.
Quien dijo que la violencia sólo engendra violencia tenía más razón que un santo. Y peor: la violencia no resuelta genera una obsesión. Yo tengo la mía. Desde hace cinco años, voy una y otra vez al mismo lugar y sigo la misma pauta: disparar a bocajarro a un grupo de varias personas que hay allí. Son personas que no conozco, caras que no he visto jamás. El motivo de mi presencia -mi Superpresencia- es algo que ellos han hecho: entrar en una perrera de Tarragona, atar a quince perros y seccionarles las patas con una motosierra. Cuando los cuidadores llegaron a la mañana siguiente, algunos aún estaban vivos. El código penal establece dos años de carcel para aquellos que descargan música protegida de la Red y una multa para los que torturan a un animal hasta matarlo. Ellos ni siquiera fueron perseguidos y nadie les denunció. Personalmente, no creo en el castigo capital y mi convicción se basa en las deficiencias de los sistemas donde se aplica. Mi superyo, sin embargo, tiene sed de sangre: quiere que no estén, que no sean nunca más.
A mi no me gusta mi superhéroe. Yo preferiría que se dedicara a responder a los bocazas con una frase incontestable, sorprender al abusón con un gancho de izquierda o rescatar el sombrero de la niña más guapa de clase de lo alto del tejado con un doble salto mortal. Como dice este texto que fue el primer enlace que publiqué en esta web: Believe me, I want to be happy. You stand in my way.
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