Cuando Kalessin cayó abatido en el santuario. Se despertó un viento que azotó el bosque durante meses. Un grito desgarrado de vaivenes partió ramas, azotó los árboles y reconfiguró todo había conocido y creado en aquellas tierras. Ni el rumor del agua en los cauces apaciguó la furia desatada por la llama del guardián. Pues tan grande era su corazón, que el aliento al abandonar su cuerpo revoloteó preso con la furia aquellos meses de lluvia, y solo cesó, cuando descubrí el claro que precede a la posada del fin del mundo.

Santuario

Del santuario no quedó más que el vestigio de una velada pálida. Unos muros que fueron cayendo uno tras otro con la llegada de la noche. Un armazón escuálido que sollozaba de silencios.

Y hasta el silencio murió al fin, sustituido por la desesperación.

La hiedra le hizo un manto que se tejía de estrellas cada noche. Y solo quedó viva, la fría llama de un rayo de luna deslizarse lentamente por las losas recubiertas de hojas que sobrevivían al tiempo entre aquellas paredes.

–Niñoroto me encontró vagando por el bosque, con medio cuerpo sumergido en el arroyuelo y la ropa hecha jirones. Sobre su lomo me hizo una cuna una vez más. Trotamos durante muchísimos días por aquel bosque maldito, y con su cuerpo me protegía de las ramas de espino en el rostro. De aquello solo recuerdo vivamente el intenso olor procedente del musculoso cuello del Ciervo, pues siempre iba a su grupa tumbado y aferrado a él sin ver más que la hojarasca que dejábamos atrás bajo sus pasos.
De las noches oscuras, de los días de niebla y la callada calma del bosque acurrucada de espanto por el viento de Kalessin tan solo me llegan vestigios fugaces a la memoria de vez en cuando.

Así, El Ciervo de asta rota, nacido nuevamente en un parto de pájaros. Se unió a mi propio ciclo, y juntos recorrimos la sombra entre los árboles durante meses, ininterrumpidos de lluvia, que no limpió más allá de nuestros arañazos.

La posada estaba allí, simplemente, frente a mí. Un día apareció. Como si se mostrara tan solo cuando le apetecía. Y así era, sin duda alguna.

Se hallaba al borde de un acantilado desde el cual, era muy difícil divisar allá abajo, el rompiente, un fuerte oleaje que batía aquella costa grisácea, tal y como me lo habían descrito. Y el mar circundante, en la distancia, donde de vez en cuando se podían divisar levemente monstruos marinos. Si te detenías a contemplar el horizonte durante mucho tiempo y con atención.

La posada del fin del mundo, apareció, finalmente, cuando ella quiso, cuando ella deseó revelar su existencia. Donde siempre decían que estaba. Al borde de una acantilado sin fin, donde nace el mar circundante.

Niñoroto me empujó con su hocico húmedo, alentándome a entrar. La humedad creaba vahos de niebla densos por nuestra respiración. Rítmicas bocanadas de niebla surgían de su aliento entrecortado.

Lo miré, tristemente, durante un instante. Niñoroto resopló, impaciente. Y entré en la posada.

Dentro el tiempo se detenía, en un salón de proporciones más allá de la razón cotidiana. Inmediatamente todos los presentes giraron la cabeza, para proseguir después con sus asuntos. La dueña, una mujer morena, de rostro ancho, me sonrió, dándome tiempo para hacerme con la situación. Caminé por las tablas, buscando un lugar más o menos tranquilo, donde pudiese estar en paz.

Allí estaba un Shakespeare enamorado, conversando con algún desconocido. Sus ademanes eran enérgicos. Le miré rápidamente. Era tal y como lo imaginaba, solo que mucho más delgado.
Cluracán me guiñó el ojo, mientras brindaba estruendosamente con otros seres del pequeño pueblo. Por supuesto Morfeo y su hermana estaban sentados con la espalda dando a una pared, mirándome con interés, no esperaba menos de ellos. Esto les pertenecía.
Morgana conversaba con Lord Byron en una mesa, más allá un borracho Poe, languidecía en un rincón mientras Dorian Gray le miraba divertido. En una mesa ancha, Alicia merendaba extrañada quizás aún más por aquel extraño lugar que por sus compañeros de mesa. En una mesa vi a todos los aventureros de los sábados por la noche, planeando su próximo movimiento y ajenos a todo cuanto les rodeaba.
Un sinfín de personajes, de todos los escenarios, de todas las épocas. Séneca escribía en algún rincón oscuro. Y Hamlet sollozaba silenciosamente al lado de la gran chimenea, con una copa de metal entre las dos manos, ocultándose el rostro. Aparentando cansancio.
Arthur Gordon Pym, relataba sus aventuras, no sé de qué momento de su vida, le creía perdido. Como a Ismael, al capitán Grant, y Robinson Crusoe. Más allá, la historia de dos ciudades, en esta mesa, los relatos y las aventuras de otros aventureros. Desde luego que era un lugar entretenido.

Me senté en una mesa del fondo. Muerte, tan hermosa como siempre, me sonrió con gracia, y yo le devolví la sonrisa. Y finalmente, pude descansar tras tantos meses de deambular ciego por aquel bosque interminable. Un lugar construido no por mi mano, más bien, por la mano misma del legado.

Y entre aquella gente, me sentí aliviado al fin. Como finalmente pude llorar por la destrucción de lo que dejé atrás. Mi guardián, destrozado por la mano de mi otra apariencia. Al igual que se dibuja en el lienzo, se borra por el gesto de la indiferencia. Todo cuanto creamos, lo olvidamos velozmente ya sea por nuestra estupidez, o por la tajante y angustiosa verdad de nuestra limitada concepción de la realidad.

Y si fue por capricho del destino o por decisión propia, me vi allí, inmerso en todo lo que llevaba dentro, y condenado a esperar, por aquel, que habría de escribir mi propia historia. Como un héroe, o una víctima, tenía que recorrer forzosamente, todos y cada uno de los caminos que conducen a escribir la encrucijada misma del mito.