No hay galería de decoración en la cual no me la encuentre, ni yo ni nadie. Audrey Hepburn se convirtió en Mito, y los mitos son inmortales. Para mi es muy interesante descubrir las diferencias entre novela y adaptación. Me llama la atención la crudeza desgarrada y la contundencia que hay de la novela de Capote, a la suavidad tanto escénica como del guión en el film. Algo normal en la época. El final que aquí te muestro, tomando una imagen de la película y el texto desde la novela de Truman Capote, es mítico.
Todo esto debe ser por mi debilidad por los gatos, supongo. Y por los mitos.
-Pare aquí -le ordenó al chófer, y nos detuvimos junto a
la acera de una calle del Harlem latino. Un barrio salvaje, chillón,
triste, adornado con las guirnaldas de grandes retratos de
estrellas de cine y vírgenes. El viento barría los desperdicios,
pieles de fruta y periódicos putrefactos, porque aún silbaba el
viento, aunque la lluvia había amainado y se abrían estallidos
de azul en el cielo.
Holly bajó del coche, llevándonse consigo al gato. Acunándolo,
le rascó la cabeza y preguntó:
-¿Qué te parece? Creo que éste es un lugar adecuado para
alguien tan duro como tú. Cubos de basura. Ratas a porrillo.
Montones de gatos con los que formar pandillas. Así que sal
zumbando -dijo, y le dejó caer al suelo; y como él se negó a
alejarse, y prefirió permanecer allí, con su cabeza de criminal
vuelta hacia ella e interrogándola con sus amarillentos ojos de
pirata, Holly dio una patada en el suelo-: ¡Te he dicho que te
largues!
El gato se frotó contra su pierna.
– ¡Te digo que te largues por ahí a tomar por…! -gritó
Holly, y entró en el coche de un salto, cerró de un portazo y
dijo-: Vámonos. Vámonos.
Me quedé pasmado.
-La verdad es que lo eres. Eres una mala puta.
Recorrimos toda una manzana antes de que contestase.
-Ya te lo había contado. Nos encontramos un día junto al
río, y ya está. Los dos somos independientes. Nunca nos habíamos
prometido nada. Nunca… -dijo, y se le quebró la voz,
le dió un tic, y una blancura de inválida hizo presa de su
rostro. El coche había parado porque el semáforo estaba en
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rojo. Abrió de golpe la puerta y se puso a correr calle abajo.
Yo corrí tras ella.
Pero el gato no estaba en la esquina donde le habían dejado.
No había nadie, absolutamente nadie en toda la calle, aparte
de un borracho que estaba meando y un par de monjas negras
que apacentaban un rebaño de niños que cantaban dulcemente.
Salieron más niños de algunos portales, y algunas
mujeres se asomaron a sus ventanas para ver las carreras de
Holly, que corría de un lado para otro gritando:
-Eh, gato. Oye, tú. ¿Dónde te has metido? Ven, gato.
Siguió así hasta que un chico con muchos granos en la
cara se adelantó hacia ella con un viejo gato agarrado de los
pelos del cuello:
-¿Quiere un gato bonito, señora? Se lo doy por un dólar.
La limousine nos había seguido. Por fin Holly me dejó que
la llevara hacia el coche. Junto a la puerta todavía dudó; miró
por encima de mi hombro, por encima del chico que seguía
ofreciéndole su gato («Medio dólar. ¿Lo quiere por veinticinco
centavos? Veinticinco centavos no es tanto»), hasta que se estremeció
y tuvo que agarrarse a mi brazo para no caer.
-Joder. Eramos el uno del otro. Era mío.
Le dije que yo volvería a buscarlo.
-Y cuidaré de él. Te lo prometo.
Ella sonrió: aquella nueva sonrisa, apenas una muequecilla
desprovista de alegría.
-Pero ¿y yo? -dijo, susurró, y volvió a estremecerse-.
Tengo mucho miedo, chico. Sí, por fin. Porque eso podría seguir
así eternamente. Eso de no saber que una cosa es tuya
hasta que la tiras. La malea no es nada. La mujer gorda tampoco.
Eso otro, eso sí, tengo la boca tan reseca que sería incapaz
de escupir aunque me fuera en ello la vida. -Subió al
coche, se hundió en el asiento-. Disculpe, chófer. Vámonos.
Desayuno en Tiffany’s
Truman Capote
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