En el justo momento en el cual las hojas de los árboles se revistieron de plata, el hielo bordeó las ruinas de mi nación, por segunda vez desde que comenzara mi nuevo calendario. La segunda venida de los hielos en la tierra de los mil pájaros.

No hubo manto capaz de proteger la belleza arruinada de este mar de árboles hasta el mar, allá lejos, en la orilla del confín de este pequeño mundo. Una isla arruinada por la mano de la ira. Con un bosque que calla mientras llora lágrimas de rocío.

Yo no sabía ya absolutamente nada. Con cada día, comprendía un poco más todo lo que me quedaba por aprender. Y esta verdad era tan inmensa, que me atormentaba pensar que con diez vidas no sería suficiente para aprender todo cuanto ansiaba conocer.

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Muerte, de vez en cuando rondaba cerca. Acariciando mi cabello que bien me llegaba ya por la parte baja de la espalda. Dándome la serenidad suficiente para sonreírle una vez más.
Muerte se vistió este otoño de mortal, para en su paseo anual por el mundo entender la vida y cuanto arrebataba. La vi columpiarse en el parque bajo la arboleda. Sentada ocasionalmente en la hierba del árbol del verano, respiraba serena.

Con los ojos cerrados, saboreando la vida, con deleite.

Yo la miraba. Ella me contemplaba feliz. Y me hacía sentir mejor.

Era, y siempre sería, una buena amiga. Me di cuenta que siempre formaba parte de mi mundo, al igual que Edanna.

Muerte me hizo comprender que le habíamos arrebatado parte de su poder. Al ser nosotros, mensajeros de desdicha para el mundo. Una pequeña muerte cada día para una tierra violada una y mil veces.

Pero gracias al hielo, me sentí serena. Unas agujas en los pinos que susurraban una canción leve. Tintineos y arrullos para dormir bajo las notas de ese violín que está más allá del entendimiento. Yo, saqué el mío, rasgué las cuerdas suavemente, tocando para ellas. Así, pasaron las horas. Bajo las copas de los árboles vestidos de escarcha y rocío en forma de agujas de hielo, centelleantes, siguiendo la dirección del viento.

– Estás ahí – Afirmé.

– Sí, aquí estoy – me contestó

– ¿Cómo estás Edanna?

– Estoy como estás tú, como siempre, querida mía – dijo con voz callada.

Ella se inclinó y se recogió parte del largo vestido, con su habitual fina elegancia. El suelo, anegado por la última lluvia, no era discreto con las vestimentas.

– ¿Es éste tu nuevo calendario? – Me preguntó.-

-Sí, aunque me invento uno nuevo de vez en cuando. Yo nunca me aburro. – Le dije con una sonrisa.

– Te noto contenta. –Me dijo-

-Bueno, finalmente, por lo menos, he descubierto qué tipo de mundo quiero crear, y para qué. Siempre lo he tenido aquí, y una parte de mí no se había dado cuenta.

– Ella me miró cautelosa – ¿Significa eso que ya sabes cual será tu siguiente historia?

– En efecto – Le dije mientras la contemplaba sonriente.

– Me alegro mucho, sinceramente – dijo despacio sin dejar de mirarme, y añadió.- Gracias. Gracias Edanna.

Regresó el hielo – dijo con un suspiro.

Yo callé, con los ojos entrecerrados. Afirmé en silencio.

Y en efecto, los árboles se hallaban completamente revestidos del centelleo inagotable del hielo en la madrugada. Revistiéndolo todo en un vestido que no era de este mundo.

Así, bajo aquella magia volvieron a pasar las horas, lentas y sensuales. Ella me contó sus idas y venidas, sus asuntos en la otra tierra. Yo le hablé de las horas. Mis horas, eternas, otras veces fugaces, pero sin rastro de piedad. La piedad es para los que esperan cosas divinas.
Y lo divino no es real, quizás lo arcano, lo que viene de los sueños.

– Todo lo que he guardado en forma de destellos, quiero darle forma, quiero crear todo lo que llevo en la mente ¿Crees que puedo ordenarlo todo?
– Le pregunté insegura.

Ella paseaba a mi lado, y meditó la respuesta.

– Una vez te comenté que debías adquirir una posición de fuerza. Ya lo has logrado. Tú, como bien sabes puedes hacer lo que te propongas. Pero no es tan solo proponértelo, es también creer en el fin. Solo el fin, te dará el descanso, cuando la ves acercarse o alejarse. Desear está bien si, pero imaginar el objetivo, es la clave para llegar allí a donde quieras ir.

Y una de tus metas – prosiguió – fue crearme a mí, y mírame, tengo vida propia hace ya tiempo.

-Voy y vengo, dispongo a mi antojo y decido. Ahora, le toca el turno a algo mucho más difícil. Crear el mundo del que proviene mi esencia.

– El mundo de donde procedes. – Murmuré pensativa.

-Si, el mundo del cual proviene la sustancia de mi cuerpo, de mi espíritu, el alma que me hace real.

– ¿Y cómo es que de repente, lo tengo tan claro? Ahora en un par de días, ha llegado como una hoja arrastrada por el viento – Pregunté.

– No, no…, ya lo has ido elaborando. Está en estas páginas, un trozo en cada cosa, y lo que no era tu libro de horas, estaba en aquello que te gusta, y que has ido coleccionando en Lavondyss. Toda tu colección, es parte de ese mundo. Son las partículas que conforman ese universo tuyo.

Pensé un momento, y dudé.

– ¿Y porqué compartirlo? -Le pregunté…

– ¿Por qué? – Me miró asombrada. Y rió con su risa elegante y profunda, suavemente eso si-. Porque intercambiar ideas, pensamientos, creaciones y sueños, es una de tus metas, es una de las metas del ser humano, por muchas estupideces que digan todos los santos de los hombres en la tierra. – Concluyó, con firmeza-. Y así, con el diálogo, como bien afirmó ya Sócrates, definir la realidad. Y definir la realidad, ayuda a la evolución.

– Mi meta no es hacer de maestro de nadie – Comenté algo infantil.

– No, pero cada uno tiene que buscar por sí mismo, es una responsabilidad, una propuesta mas bien…, si no, no se da comienzo a nada -Comentó vehemente.

Yo medité un instante.

-¿Se librará al hombre algún día de la necesidad de dios, de religión? – Le pregunté-. ¿Aún no se da cuenta que no es más que una necesidad de la mente, y no una conclusión?

-Sólo cuando el hombre evolucione, y para eso, debe seguir dialogando, intercambiando ideas, y creando. -Me dijo en un suspiro de resignación-.

Caminamos en silencio, durante un buen rato, y finalmente le dije:

-Sea pues, Edanna, que tu tierra de origen, tu retoño del roble, y todo este bosque inmerso en mi propia pesadilla, tenga nombre. Y será creado con la esencia de todo aquello que se oculta en las estanterías de mi colección de sueños. Todas estas salas definen su origen, los átomos que forman este sueño. Y tú, siempre tú, vigilante, madre y hermana, rondarás por sus tierras. Velando por todo aquello que crezca y florezca en él.

Ella me miró, llena de cariño, y me dijo:

-Y así será. Pero ya sabes que no soy la única. Me inventaste a mí para otorgar el principio. Y ella, muerte, siempre ha estado aquí, porque necesitas un final. El ser humano solo comprende las cosas si el ciclo se cierra. Así, ella y yo, seremos el comienzo y el fin de la serpiente que se devora. ¿Lo ves ahora, más claro?

Asentí, con una mezcla de temor, y absorta en todo cuanto estaba sucediendo.

-Bien, hasta entonces pues. Cuídate mi niñoroto… –Y desapareció con una sonrisa, desvaneciéndose.

Niñoroto…, pensé largo tiempo, mirando el espacio ya vacío. Y recordando al viejo y mítico ciervo del asta rota. La vieja leyenda del ciervo que te guía a una senda oculta, e inicia una leyenda, siempre pagándolo con el precio de su propia muerte.

Y fue cierto, que de aquel parto de pájaros de otoño, en el año segundo del hielo en los árboles, nació la tierra que ya conocíamos. Que una vez solo viera en los brillos, en los trozos de hielo, en los reflejos dorados.
Todas aquellas veces que mi mente había volado; el brillo del hielo en un vaso, en un cubierto lustroso, en un pasamano pulido, provenía de aquel recuerdo. De aquel dulce momento bajo los árboles, donde amé más que nunca en todos los días de mi vida. Y comprendí que ese brillo fue, el que se quedó en mi retina y que me hacía volar, como un pájaro por las tierras de mis sueños. Aquel brillo en las agujas de los árboles. Y que siempre viera en todas partes. Evocaba y trasladaba mi imaginación, alentándola, expandiéndola, y creando cada día el mundo que me había propuesto dar forma.

Y que siempre se llamó y se llamaría: «La Tierra de los Mil Pájaros».

Yo desperté, una vez más, para encontrarme sentada, absorta, en la mirada de los reflejos luminosos de una ventana. Una ventana por la que se contemplaban las gotas de lluvia incesantes y que caían también en una tierra que se extendía más allá de todos los espejos, con un cielo siempre cubierto, de miles de aves…