Ahora ya no le rodeaban bestias fabulosas ni extraños árboles diabólicos, sólo nieve y el risco completamente pelado encima del cual estaba Tong Tong Tarrup. Estuvo ascendiendo todo el día y el atardecer le sorprendió más arriba del límite de las nieves perpetuas; y pronto llegó a la escalera tallada en la roca y avistó a aquel hombre del pelo blanco, el guardián de Tong Tong Tarrup, sentado mascullando para sí asombrosos recuerdos personales y esperando en vano que algún forastero le regalara bash.

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Al parecer, tan pronto como el forastero llegó a la entrada del bastión exigió inmediatamente, pese a estar cansado, una habitación que dispusiera de una buena vista del Confín del Mundo. Mas el guardián, aquel hombre de pelo cano, decepcionado por la falta de bash, antes de indicarle el camino le exigió al forastero que le contara su historia para agregarla a sus recuerdos. Y ésta es la historia, si es que el guardián me ha contado la verdad y su memoria todavía es lo que era. Y cuando la acabó de contar, el hombre canoso se levantó y, balanceando en el aire sus cantarinas llaves, atravesó varias puertas, subió muchas escaleras y condujo al forastero a la casa más elevada, el techo más alto del Mundo, y en el salón le mostró una ventana. El fatigado forastero se sentó allí en una silla y miró por la ventana más allá del Confín del Mundo. La ventana estaba cerrada y en sus relucientes cristales resplandecía y danzaba el crepúsculo del Confín del Mundo, en parte como una lámpara de luciérnagas y en parte como el cabrilleo del mar; llegaba en oleadas, repleto de lunas maravillosas.

Mas el forastero no miraba aquellas maravillosas lunas. Pues desde el abismo crecía, enraizada en remotas constelaciones, una hilera de malvarrosas, en medio de las cuales un pequeño jardín verde se estremecía y temblaba como el reflejo en el agua; más arriba, flotaba en el crepúsculo brezo florecido, inundándolo hasta convertirlo en púrpura; abajo, el pequeño jardín verde colgaba en medio de él. Y tanto el jardín de abajo como el brezo que lo circundaba parecían también temblar y dejarse llevar por una canción. Pues el crepúsculo estaba absorto en una canción que sonaba y resonaba por todos los confines del Mundo, y el jardín verde y el brezo parecían danzar y murmurar al compás que aquélla les marcaba, mientras una anciana la estaba cantando abajo en el jardín. Un abejorro salió del otro lado del Confín del Mundo. Y la canción que envolvía las costas del Mundo, y que las estrellas bailaban, era la misma que él había oído cantar a la anciana hacía mucho tiempo allá abajo en el valle en medio del páramo norteño.

Mas aquel hombre canoso, el guardián, no dejó que el forastero se quedara, ya que no le había traído bash, y le empujó con impaciencia, sin preocuparse de echar una ojeada a través de la ventana más alejada del Mundo; pues las tierras que el Tiempo aflige y los espacios que el Tiempo conoce no son lo mismo para ese hombre canoso; y el bash que ingiere pasma su mente más profundamente de lo que cualquier hombre pueda experimentar, tanto en el Mundo que conocemos, como más allá de su Confín. Y, protestando amargamente, el viajero regresó y bajó de nuevo al Mundo.

Lord Dunsany