A media tarde divisé en el horizonte la tormenta eterna. La que conducía al largo e interminable invierno. Tras recoger tres pequeñas piedras y frotarlas suavemente una contra la otra, el páramo apareció ante mí. Miré hacia atrás y la calle había desaparecido.
Nueva Ámsterdam y sus tiendas se habían esfumado, quedando ante mí, las largas llanuras de las tierras de poniente. El territorio donde contínuamente, se ponía el sol, caminaras lo que caminaras, siempre el atardecer estaba contigo. Y conmigo, aparecieron las primeras praderas, tras andar perdido en mi propio territorio. Lazos y esquinas poligonales se transformaron nuevamente, en las tierras del sueño. Las que funcionan simple y únicamente, creyendo en su existencia.

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Invoqué de nuevo mi frío viento. La brisa que siempre me acompañaba, inseparable, a lo largo de este mundo que creé hace tiempo, y del cual había perdido ya la noción de sus fronteras, desde que estuviera sentado durante meses en la posada del fin el mundo.

Un día, simplemente, me despedí de todos y me adentré, hacia el centro de todo. En la búsqueda de la tierra de los sueños. Al centro y al origen de todas las cosas. Lo que unas veces se llamó Avalon, otras el Paraíso perdido, y que yo siempre había denominado; Lavondyss. Una creación si, nacida de mí, basada en la memoria genética de los primeros hombres en la tierra. Pero por desgracia, perdido completamente en mi creación y sin poder llegar a ningún sitio, salvo para dar vueltas y vueltas, por paisajes siempre cambiantes.

De Kalessin, de Tom, ya no sabía nada, mis amigos en este extraño mundo. Días y días de deambular sin rumbo. Unas veces en completa soledad. Otras siguiendo al ciervo del asta rota; Niñoroto.

Mi querido ciervo guía, me había dejado completamente solo.

De Edanna nada sabía tampoco, ni tenía noticias desde que la viera por última vez, y habíamos charlado brevemente acerca de temas que ya no recordaba.

Y ahora, rodeado de prados dorados, a la luz amarillenta de un atardecer sin fin, comencé a caminar siempre hacia el centro, o lo que yo creía era el interior, cada vez más profundo en estas tierras. Siempre buscando pistas, que me indicaran hacia donde continuar. Aunque aquellas nubes negras en el horizonte, indicaban la ubicación del largo invierno que me servía de brújula. La búsqueda de un invierno, es la dirección que lleva a las eras remotas del hombre, y de sus primeros sueños.

Y todo esto, gracias a la magia. Una magia que consiste en creer en lo que llevamos dentro, y que nos enseña una sombra paralela, una sombra que al contemplarla no nos dice nada, salvo que es un reflejo. Pero que si escuchamos en su interior, nos enseña su propio mundo. Me podía mirar las manos, y ver que ya no tenía forma definida, ánimus y ánima se habían completado, ya no era hombre o mujer, finalmente, era ambas cosas.
Y eso me enseñó la pista, una vez más.
Como ser indefinido pude abrir otro portal, por el cual se divisaban nuevas praderas, cada vez más verdes, cada vez más frías y profundas.

Me senté tranquilamente, y pude dar gracias a la tierra. Pues fue la unión de lo femenino y lo masculino, lo que me permitió escuchar la pista y el sendero, que lleva cada vez más, al interior. Siempre al corazón de todas las cosas. Mi querida y buscada tierra bendita, grabada desde los comienzos del mundo en nuestra psique. Una idea que se repite, pueblo tras pueblo, era tras era, de padres a hijos, en cada generación.

Durante mi trayecto, contemplé la aparición hacia el este de una manada de pequeños caballos, del tamaño de perros, que galopaban siempre en la dirección del viento. Eran hermosos, de crines negras y brillantes. Su relincho era agudo, como el de niños jugando mientras se bañan en un río. Al cabo de unos instantes no tardé en divisar a los Sociopod. Un pueblo de gentes también pequeñas, con un solo pié y que en vez de planta poseen una aleta, con la que son capaces de nadar a velocidades imposibles. Un pueblo pequeño, olvidado por la humanidad, que consideran a los pequeños caballos sagrados, y cuya cultura nómada se basa en el constante peregrinaje siempre detrás de los caballos con voz de niño. Y a los que por nada del mundo osarían hacer daño alguno.
Algunos se quedaron quietos, curiosos, sobre su único pie, contemplándome con interés a través de las ondulantes llanuras e intercambiando susurros bajos entre ellos, antes de volver junto al resto de su tribu para proseguir su camino. Quién sabe con qué propósito, siempre detrás de las manadas de aquellos caballitos salvajes.

Me di cuenta, que aquel lugar tenía que ser pues todavía, el Valle del Caballo, el cual aún no había abandonado a pesar de haberme adentrado en estas regiones hacía meses. Entonces, al ser consciente de ello, conseguí el poder que solo el conocimiento del único nombre verdadero otorga a la voluntad y la consciencia sobre todas las cosas de la tierra.

Al cabo de unas horas de caminar entre los cortos y amarillentos tallos, divisé un montículo de piedras. En lo alto se hallaba sentado lo que parecía una muchacha. No le vi el rostro, pero sabía que siempre estaba triste, y que ocasionalmente me había estado siguiendo durante el camino. Eso lo supe en ese preciso momento, al ver su figura, mirando hacia poniente, quieta, como las piedras que la protegían. Pero frágil y expectante.
La sanadora, la que una vez me liberó del árbol ardiente, en los primeros tiempos de este sueño.
¿Y ahora? ¿por qué? Ella aquí, finalmente la encontraba de nuevo, reaparecía en este mundo perdido. ¿Por qué ahora?

Con estas preguntas y otras muchas más en la mente, invoqué un pequeño fuego, y sentándome en cuclillas. Esperé.

Pasaron muchos atardeceres, sin ver despuntar el sol ni una sola vez. Adormecido por la brisa. Al noveno día, Niñoroto apareció en lo alto del montículo de piedras, junto a la chica.

Ella entonces se incorporó, y acariciando suavemente el hocico del viejo ciervo, giró su rostro hacia mí.

Yo sonreí, reconocía su rostro. Sus bellos ojos azules. Edith, la sanadora. En su propia búsqueda, a través de mi propia ensoñación, se había adentrado sola en este mundo que solo existía en mi interior. Y mediante su poder, por sus propios méritos había llegado a las regiones profundas de esta tierra onírica.

Me conmovió tal despliegue de constancia y serenidad. Siempre había cuidado de mí, quizás ella misma se había perdido en las regiones profundas de este mundo, sin saberlo, o sospecharlo, y dándole igual su propio destino. O bien, dejando en manos del destino, todas las cosas jamás soñadas.

Cuando en mi interior creía que era de mañana, a pesar de ese eterno atardecer en el horizonte, que no daba ni medida ni momento. Reanudé mi camino, y con una sonrisa, la invité a acompañarme.

Ella miró al ciervo, y rodeando con su pequeño brazo el fuerte cuello del animal, depositó un beso breve a un lado de la cabeza. Yo, a través del ciervo lo sentí en mi mejilla, cosquilleante y cálido.

Descendieron los dos, lentamente, del montículo, y proseguimos ya todos juntos por los páramos, hacia el noroeste. Siempre hacia la tormenta eterna en el horizonte, la única pista que tenía como he dicho, sobre que rumbo seguir.

Y así, sin camino ni traza, nos sentíamos libres. Proseguimos nuestro viaje hasta que los páramos de poniente, ya solo fueron un recuerdo sereno. Cuando el Valle del caballo quedó atrás, me di cuenta, que quedaba un largo camino, pero ser libre, significa que cosas como esa, no importen en absoluto.