Los silenciosos cascos de Niñoroto, apenas se escuchaban a quince pasos. El viejo ciervo avanzaba silencioso, delante de nosotros. De vez en cuando giraba la cabeza buscándonos, expectante, paciente y sereno. Unos fijos ojos negros y relucientes te miraban en la corta distancia. Siempre con ese aire triste y melancólico. Unos ojos negros apenas visiblemente llorosos e inmensamente intensos, que taladraban con la mirada hasta los recónditos escondrijos del alma más protegida. Una melancolía revestida de orgullo, ante aquella cornamenta herida e incompleta.
– ¿Por qué siempre esta melancolía, por todas partes?

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Me percaté de que los cimientos de la tierra que pisábamos, sus raíces más profundas, estaban hechas de melancolía. Esa tristeza era la esencia de cada retoño, de cada guijarro y de cada brizna de hierba. Una certeza que me vino tarde. ¿Tarde? ¿Tarde para qué?

No sé cuando caí en la cuenta de toda esta melancolía. Pudo ser al recoger un terrón de tierra o bien al mirar los fijos ojos negros de aquel ciervo imponente. Un ciervo con su propio destino, y del que empezaba a sospechar que él mismo era muy consciente de su papel como mito viviente, del sentido de su propio mito y de su ciclo. ¿Podía ser que esa consciencia de su cometido lo llenara de amargura? Sus ojos había momentos que devolvían angustia, ligeramente humedecidos de lágrimas. Y cuando esto sucedía, hasta la propia tierra parecía triste.

El paisaje seguía conformado principalmente por llanuras. `Planicies suaves, recubiertas de extensas praderas de corta hierba verde. Ocasionales montículos de piedra de eras remotas, salpicaban el paisaje aquí y allá, casi siempre en lo alto de pequeñas colinas. “El Valle del Caballo” lo habíamos dejado atrás hacía días. Estas tierras no las conocía, no tenían nombre. Al no poder nombrarlas, no tenía poder sobre ellas, para controlarlas, para apaciguarlas o enfurecerlas. Estas eran tierras independientes y libres de mi propia consciencia. Reflejos de mi psique, momentos residuales, probablemente campos que siempre inventaba para estar tranquilo o para esconderme del mundo. Lugares idílicos que había creado en algún momento, pero de los que no tenía recuerdo.

Un viejo árbol crecía, en la quietud de la llanura. Me hizo gracia, pues el árbol solitario en las praderas salvajes era un icono que siempre aparecía. Todo un poderoso símbolo mítico. Un clásico recurso de mi mente que me acompañaba a todas partes repitiéndose muchas veces al ir creciendo la tierra a medida que subía el amarillento sol en el cielo. Era una tierra llena de belleza, plagada de praderas infinitas. Silenciosos árboles donde esconderse a mediodía, y terminar al abrigo de sus ramas todos los días de mi vida. El viejo roble, un compañero inseparable y solitario, en una vida solitaria. La vida del roble, del ciervo y de mi mismo.

Niñoroto pateó con la pezuña una piedra plana, que previamente había relamido buscando algo salado. Al llegar hasta ella unos segundos después contemplé la marca de Niñoroto, la marca del ciervo en la piedra. Era sencillo, como los grabados paleolíticos en la oscuridad de las cuevas. Pero inmensamente hermoso. La firma, y el sello, del Señor de los Ciervos.

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Así, el viejo animal me mostró el nombre de aquel lugar. El ciervo de asta rota, el guía de todos los hombres embarcados en una búsqueda, nombró aquella tierra verde alfombrada de templanza. Así, aquel lugar pasó a llamarse, “La Cuenca de Las Lágrimas del Ciervo.”
Estas tierras a él le pertenecían, y a nadie más. Ni siquiera a mí.

El ciervo era ya un mito que poseía sus propios dominios, y su propia tierra. Nada ni nadie podía arrebatársela.
Como efectivamente, así fue siempre.

El ciervo del asta rota, me enseñó ese día, que todo cuanto creas, no tiene poder si no es nombrado. Solo recuerdo lo que tiene nombre, pues es el nombre, lo que dota a todas las cosas de un alma propia, y se guarda en los refugios de la mente. Es allí donde persiste para siempre, aún cuando la existencia llega a su fin, ese nombre perdura hasta el fin de los tiempos.

Niñoroto, lo nombró, y así yo siempre lo recordé. Pero lo más importante de ese día fue que los propios mitos poseen el don de realizar sus propias creaciones. Como ya había aprendido con Edanna, y ahora, con el ciervo. Una tierra nacida de él mismo, nacida y creada por el propio mito del animal, puede que a través de mí, pero Niñoroto era su dueño y señor indiscutible, su creador absoluto.

Una vez levanté la cabeza del sencillo grabado en la piedra, pude percatarme por vez primera de un ancho río que corría de este a oeste a lo lejos hacia el norte, casi en el límite del horizonte visible. Así pude comprender de donde venía aquel nombre. Estaba seguro, que aquel río, cruzaba todas las regiones y llegaba directamente al corazón de todas ellas, un corazón que era ni más ni menos que mi meta en este viaje extraño.
Era además, un río formado por todas las lágrimas derramadas por Niñoroto en sus idas y venidas a este mundo. A lo largo de todas las edades, un río de lágrimas innumerables vertidas en cada uno de sus ciclos. Los ciclos infinitos de niñoroto como mito y como guía, llevando a los personajes de las historias a su destino, y destruyéndose en el proceso. Un río de infinitas lágrimas, lágrimas innumerables. – Un río de lágrimas de ciervo.

Ese río, lo afligía. Niñoroto, a medida que nos acercábamos a su propio río, lloraba en silencio, y sus nuevas lágrimas iban a reunirse en el curso de agua, que transcurría con lentitud, siempre en dirección a poniente.

Momentos después de andar lentamente, llegamos a una distancia que permitía contemplar el río en todo su esplendor, con sus aguas doradas deslizándose suavemente hacia el oeste. La llanura le otorgaba el marco de un cuadro perfecto. La estampa idílica de un lugar de tránsito, antes de adentrarnos en las regiones remotas del interior, donde la tierra es más salvaje, y las propias plantas carecen de serenidad. Ese interior en el cual siempre existe un largo invierno y donde se ubican los dioses antiguos y las más feroces de las bestias de la imaginación. Lágrimas de Ciervo era una antesala, ese lugar apacible y tranquilo que existe en todas las narraciones y que sirve de preámbulo, de portal hacia las más terribles regiones en todos los mitos del hombre.

Aún aquí pudimos divisar animales terribles, que deambulaban a lo lejos en la distancia. Al nordeste divisé una torre de piedra, en cuya cima se podía divisar el nido de unos pájaros extraños, con cabeza de perro. Ellos nos contemplaban, vigilantes, como pendientes por si nos salíamos del camino. En sus ojos, y aún en la lejanía de dos o tres colinas pude apreciar miedo, temor, rabia y peligro. En el nido los más pequeños devoraban lo que me parecían llamaradas, lenguas de fuego, que desaparecían en unas fauces repletas de pequeños dientes brillantes, extinguiéndose en volutas de humo.

Unos seres parecidos a hienas, con un único cuerno muy fino y largo, parecido al de los unicornios, deambulaban vigilándonos muchas veces cerca del camino. Si levantabas una mano o hacías un ademán brusco corrían unos cuantos pies, pero al cabo de unos instantes se detenían y volvían a rondar cerca, intentando siempre colocarse a nuestra espalda. Me pareció que eran bastante peligrosos, especialmente de nuevo por su mirada, cargada de recelo y astucia. Muchas veces daba la impresión de que hablaban entre ellos, trazando planes misteriosos sobre su suerte, o la de ellos, escrita con nuestra presencia. Pero a medida que nos acercamos al río, fueron quedándose atrás, hasta desaparecer completamente de la vista, cosa que tampoco me tranquilizaba demasiado.

– Mi propio mundo, siempre me ha sido hostil, algunas veces. – Pensé – ¿Y quién no ha sido muchas veces enemigo de sí mismo, y así, su peor enemigo?

Edith se acuclilló, puso en su cuenco algo de tierra que mezcló con un polvillo metálico, lo aplastó pacientemente con una pequeña piedra roma y acto seguido comenzó a pintarse la cara con la mezcla, ahora de color bronce con matices verdosos.

Al pintarse de esa forma el rostro y gracias a los motivos en forma de espiral de los que tan solo ella conocía su significado, se abrieron a su visión formas y figuras que antes estaban veladas. Colinas invisibles, viejos túmulos, sombras con forma de hombre y de bestia que deambulaban a lo lejos. Así como espíritus benévolos, que vivían sus vidas a través del velo, entre un mundo y otro. Donde el ser humano imagina sus cuentos, y en el cual permanecen mientras no son contados, donde habitan en el silencio, o donde mueren si no hay otra cosa que el olvido.

En la distancia divisó casi hacia el sur un viejo castillo, o las ruinas de lo que fue una vieja fortaleza ¿quién sabe de qué época, mito o narración? Ella lo señaló, y gracias a que lo nombró ahora pude verlo yo. Distante, casi en el lejano y grisáceo horizonte. Una vieja ruina nacida de algún cuento de Andersen quizás. ¿El castillo de Rapunzel, o quizás una vieja gloria tras la caída de Roma? Sus muros ahora permanecían, cantando con el viento la muerte del olvido. Mientras todas las piedras que una vez le dieron forma, volvían lentamente a la tierra de donde habían sido arrancadas.

-¿Qué ves, Edith? – Le pregunté.

– Muchas cosas de este mundo que nos son ajenas. – Me respondió despacio. – Pero hay un camino velado, al lado del río, que discurre junto a él hacia poniente. Y muchas bestias, que no quisiera presentarte.

– Dejémoslas donde están, que nada quiero de ellas, sino que existan tranquilas. – Le respondí.

Y pensé que, si en esta región ya existían formas y sombras que no podía ver, que habría de habitar en las regiones del interior, en los remotos paisajes hacia donde dirigía mis pasos, ¿qué bestias fabulosas podrían surgir allí, y que yo ni siquiera podía sospechar?

Me estremecí pensando estas cosas, mientras contemplaba a la chica. Edith limpió su cuenco con las manos y unas briznas de hierba seca, guardándolo meticulosamente después en su bolsa de cuero.

Acto seguido se quedó quieta unos segundos, esperando mi decisión. Con un gesto de mi cabeza y mi mano la invité a proseguir el camino. Ella me sonrió, y en silencio reanudamos el camino, con Niñoroto delante, dirigiendo la marcha, lentamente, al compás de nuestro paso.

Al cabo de unas horas, llegamos a la ribera del río. Esta vez, Niñoroto no ocultó su llanto, y un surco de lágrimas se deslizaron por su testa hasta las aguas, fundiéndose una vez más con aquel curso de lágrimas infinitas. Con las patas ligeramente sumergidas en la ribera, Niñoroto lloraba en silencio, todos sus pesares, su miedo, su desdicha, y la angustia de su destino. Lloraba también en el nombre de la tierra herida por el hombre, por la rabia y la impotencia. Niñoroto lloró en su río de Lágrimas de Ciervo todas las lágrimas que nosotros no pudimos, no nos atrevimos o no quisimos llorar.

Allí lo contemplé, sumidos en el silencio roto por las pequeñas ráfagas de viento. Por los tallos adormecidos y susurrantes. El siseo de las aguas al deslizarse por aquel curso tan extraño de circunstancias. Lo contemplé y lo amé como nunca. Aquel Ciervo llevaba las culpas y las penas de la humanidad, y había roto una vez su cornamenta por ello.
Pues Niñoroto era, la esperanza que viene para guiar al héroe a su meta y así, traerle esperanza al mundo. Aquel ciervo era ni más ni menos que el espíritu que es enviado para iniciar o mostrar el camino a los héroes, a los personajes míticos en la búsqueda de su propio mito. Una misión que en cada ciclo, le destruía, una y otra vez.
No me extrañaba pues, que el ciervo tuviese el poder de crear el mismo sus propios dominios.

Algunas horas después proseguimos el camino, hasta que el sol nos bañó de crepúsculo, invitándonos a descansar y pasar la noche. Por alguna razón, el río de Lágrimas de Ciervo nos convenció en nuestro interior, que no debíamos temer nada esa noche, y que ningún peligro nos acecharía en aquella ribera.
Pudimos pues descansar los tres tranquilamente y sin temores, el cansancio acumulado tras tantos días extraños, preparándonos para los que estaban aún por llegar.
Todas aquellas aguas nacidas de las lágrimas de Niñoroto, misteriosamente nos trajeron paz y serenidad.
Pues con las lágrimas siempre viene el consuelo. Y con el consuelo nace siempre, la esperanza. Una esperanza que sirve siempre de guía, al igual que la estrella más brillante, en el firmamento de nuestros sueños.