Años después te encontré de nuevo. Te pude contemplar a través del agujero del muro, el que nunca terminaron de reparar por suerte, por tener aquella oportunidad.
Tú no me viste, ni sé si querías verme. La verdad es que lo desconozco. Siempre queda la curiosidad, que a veces nos da aliento y otras nos lo quita.
Tu rostro brillaba a la luz del sol de la tarde. Con esos tonos anaranjados que tanto me gustan. Cálidos, tibios, como dedos que te acarician. Parecías tener el aura de los héroes míticos. Los que crecen en los pequeños claros del bosque, en los arroyos, y en las copas de los árboles más viejos que nacen y respiran sobre la tierra.
Primero por el rabillo del ojo, cuando centré mi mirada, desapareciste. Tan solo aparecías cuando te sostenía sobre mi visión periférica.
Como todos los héroes míticos.
Y entonces supe que te amaría eternamente, que no habría perdón, ni sosiego, ni calma, ni concesiones a súplicas. No habría velas suficientes para peticiones, ni abejas para matarme a picotazos y liberarme. Aquella era la palabra escrita con la forja de la certeza y ribeteada de espinas sobre el muro. Aquel muro, atestado de rosas.
Y entre ellas, tú, y tu andar de gacela…
No me viste, entre todo aquel silencio de la muchedumbre nunca me viste, ni jamás volverías a verme de nuevo. Entonces lo supe.
Me invadió una pena tan profunda que tuve que respirar profundamente, para poder dar otro paso hacia delante.
¿Por qué me siento tan vieja?
¿Por qué tengo tanto frio? ¿Por qué tengo tanto frio?
Y bajo la luz anaranjada, las sombras se hicieron más y más largas. Me sentía morir de nuevo. En este largo invierno, el más largo que recuerdo. Ni la lluvia de los últimos días aclaró y refrescó los pensamientos clavados sobre la madera podrida. Desapareciste, en el claro del cerro. Te desvaneciste entre las almas que deambulaban de un lado para otro, sepultados bajo adornos navideños ya gastados con el paso de las heladas nocturnas. Allí se cerró la puerta a los mundos que existieron en lugares jamás soñados, donde tú y yo vivimos vidas que nunca vivimos, ni existieron. Pero aquel agujero en el muro, me enseñó lo que pudo ser, lo que jamás sucedió, mostrándome escenas de felicidad, largas noches de ternura, y miradas anhelantes un día tras otro, tras otro. En el mundo de las cosas jamás soñadas, todo es utópico, la felicidad nunca termina, y nada tiene un comienzo. Dios allí no existe, no dicta ni el principio ni el fin.
Una vez más me sobrevino aquel dolor, me sobrevino ese frio que ahora siempre siento, a todas horas…
¿Por qué tengo tanto frio?
Fue un momento hermoso, que desapareció con la niebla de la mañana. Se desvaneció en jirones vaporosos. Allí quedaban las calles, los robles, los fantasmas y el claro del bosque. Todo superpuesto uno sobre el otro, como una decena de acetatos apilados, formando paisajes imposibles.
Yo volví a los bosques, y me enterré bajo las hojas amarillentas. Dormí durante varias semanas. No tuve ningún sueño.
Hasta que volvió a salir la Luna.
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