Cómo iba a sospechar yo, la pena tan grande que me llevaría el dejar aquellos muros. Que soportando en silencio con la mano enguantada en el hierro de mi orgullo, unas lágrimas desesperadas por ver la luz del mundo, caerían pesadas y rápidas al conseguir finalmente el escondrijo suficiente para derramarme en llanto. Y así fue, en efecto tal y como sucedieron las cosas. Pues tras ocho años en aquella casa de paredes blancas, me retiré finalmente, lejos de donde siempre sopla el viento del este. Y me llevé conmigo en silencio, muchas cosas, todas cercanas.

Aquella fue la primera marcha tras mucho tiempo suspendido en el plácido sueño. No supe donde ir, pero si hacia dónde dirigirme.

Pero aquel cariño, me quedó siempre, como las antiguas promesas, como el primer amor, que lo permite todo y que no niega nada. De allí salí sobrecogido y con el corazón desgarrado, tal y como me sucediese en pasadas ocasiones, al abandonar un amor, al negar un futuro posible al lado de alguien. Y así fue como, abandonar todo cuanto me acompañó durante esos años, me enseñó que, todo se asemejaba demasiado a negar una relación con otra persona, como si toda aquella gran casa, fuese por si sola una amante despechada.

Me fui de allí lleno de cariño, por todos cuanto quedaron tras de mí y a los que sus miradas estaban destinadas a formar parte ahora y siempre de mis sueños. No vieron mis lágrimas, no sé muy bien por qué, pero durante todo el largo camino de regreso a casa, yo no dejé de llorar con amargura, todo aquello que ahora quedaría en el recuerdo, junto a tantas cosas acumuladas y desnudas, que albergan los plácidos salones de mi memoria.