Tras abandonar los salones de la belleza infinita y el cuerpo perfectamente moldeado, eché a volar. Necesitaba alguna oscura esquina en la que quitarme todos aquellos trapos de Versace y regresar a mis oscuras tendencias. Mi estilo es más bien de chica gótica y algo recatada, eligiendo siempre la luminosidad del negro. A mí el negro me recuerda siempre a algo por completar, más que a una idea perfectamente acabada, concepto que me gusta. Me desprendí de aquellos trapos a la última moda que no iban para nada con mi estilo y me hice algunos retoques, pues notaba que algunas partes de mi cuerpo se habían inflado de forma desproporcionada, misteriosamente…
Y antes que cualquier otra cosa, yo siempre soy ante todo una dama.
Ya más cómoda y con menos peso, intenté llamar a mi amigo Boriel, pero él andaba con sus grandes alas de ángel estampándose contra las columnas invisibles de un mundo en carga continua. Datos y datos yendo y viniendo que aparecían de la nada para terror del tráfico aéreo.
Bueno –pensé -. Nadie aprende a volar en un día.
Fui al Oeste, y como treinta casinos después llegué a una pequeña isla, cerrada por una caja semitransparente que reducía a sus habitantes a su propia intimidad. Tuve que girar atentamente y esquivar aquello, buscando algo que desconocía más allá de poniente.
Había tenido unas cuantas charlas interesantes. La filosofía del mundo que ahora visitaba. Era la de una web en tres dimensiones. Donde el programita o cliente que nos descargamos es en realidad un simple navegador, como el Explorer o el Firefox. Y todo aquel mundo, era como un conjunto gigantesco de múltiples páginas web tridimensionales, divididas en cientos y cientos de zonas que cambiaban su morfología, sus habitantes y sus contenidos cada corto espacio de tiempo. Algo así, no se parecía en nada a un videojuego completamente instalado en el disco duro. Para terror y muchas veces precipitada ignorancia de los jugadores que lo interpretaban de esa forma, adentrándose en estos parajes con la ilusión de que les encomendaran la sagrada misión de matar diez gallinas y llevárselas al rey, para recibir a cambio veinte monedas de cobre y un nivel extra. Naturalmente estos, salían de allí despavoridos, hastiados y aburridos.
Aquel mundo tan solo había abierto una página con su cabecera y parcialmente en blanco, un enorme lienzo con amaneceres y atardeceres. Donde lo más común era un enorme espacio vacío, de manera que sus habitantes habían escrito en sus páginas sus manías, vergüenzas y esperanzas. No había nada más, que lo que todos habían traído bajo aquel sol extraño, consigo.
Un concepto bastante diferente, que no era nuevo precisamente, pero ahora era real. Y en toda aquella fábula imaginativa recordé con añoranza a los inventores del viejo Vrml y de todos sus esfuerzos por sacarlo adelante. Los viejos oráculos del Web3D como Tony Parisi, de los que sentía bastante cariño pues había seguido sus pasos durante unos dieciséis años, escuchando siempre todo cuanto tuviesen que decir. Ahora de repente, por arte de magia y unas redes más rápidas, veía que había llegado su momento en el cual, todo aquello estaba naciendo realmente en este preciso instante.
Todo estaba por hacer. Como cuando nació aquel viejo Cern, el Mosaic o el querido Nestcape, antecesores del navegador web en el recién nacido html y que muchos odiaban, pues decían que lo verdaderamente verdadero y “cool” era ir a través de indescifrables comandos recorriendo IP´s en una negra consola, escribiendo sus ininteligibles glifos, que nadie entendía y que por supuesto no querían que nadie entendiera, para sumergirse en directorios y directorios de máquinas misteriosas pero repletas de tesoros y encanto, eso si.
Aquí, la idea era otra, así que me atreví a crear, lo cual se convirtió en toda una experiencia bastante interesante. Empecé con un cubo, que se transformó en una elipse, y de la elipse salió un pequeño jarrón. Me guardé el jarrón no sin antes llenarlo de algún vino del mediterráneo y echar un trago, que me levantó el ánimo y me puso las orejas de punta. Todo aquello mientras flotaba suspendida en el aire. Una locura absurda y deliciosa. Como todas las locuras que me gustan.
Me encomendé la meta entonces de buscar una pequeña tierra en la que edificar mi pequeño y querido museo. Un lugar, que fuese reflejo de mis regiones míticas y que pudiese levantar de la nada, al tiempo que me brindara la posibilidad de deambular por sus viejos salones repletos de libros, para después acomodarme en algún sillón de estilo victoriano, algo vetusto y arcaico que ya me inventaría, como mi peinado. Tenía que crear un salón cómodo, con una enorme chimenea para hacer reuniones e invitar a todos a mi copa de vino acostumbrada antes de la cena.
Pero lo más importante, era crear un lugar en el que darle vida a los fantasmas que pueblan mis visiones. Grandes salones para que corrieran y jugaran, charlaran y se divirtieran contándose una y otra vez, sus propias historias los unos a los otros.
Había tanto por hacer. Todo estaba por inventar, por ser construido y creado de la nada. Y ya que crear, es la sensación más maravillosa que para mí existe, me sentí afortunada. Porque ya tenía el primer jarrón para los salones de mi casa, más allá del fin del mundo.
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