Su aroma era de un azul aterciopelado.

Lo inundaba todo, todos los silencios y los sonidos. En cualquier esquina de las sílabas. Estaba presente hasta en los espacios de las palabras.

En columnas, en párrafos, se columpiaba entre guiones y puntos y aparte.

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-. Venga, sal, no te escondas. – Le susurré.

– No. – Me contestó, entre risas bajas.

Y al siguiente recodo, me llegó su sonrisa. Con fragancias de amarillo cálido. Con frescos vaivenes de fina elegancia.

-¿Cual es tu color favorito? – Me preguntó
– El azul. – Le contesté. – Es un color que tiene el mejor sabor, lo puedo paladear toda una tarde, y no cansarme.

– Y algo enfadado, le dije – Bueno, déjame trabajar.

Demasiado tarde.

Desde el preciso centro de mi visión y abriéndose con un amplio abanico, el prado me rodeó con violencia. Como un escenario que abre el telón de forma circular. Rodeó toda mi percepción hasta completar toda la circunferencia, desapareciendo tras mi visión periférica.

Esta vez el salto fue brusco, me dejó aturdido. Hace mucho que no entraba así, como la furia de la vida abriéndose paso.

Cuando remitió el mareo, todo era de un color intenso y oscuro. Tan intenso que era todo lo contrario de deslumbrante. Un verde preñaba la hierba, y aquel azul tan negro, vestía el horizonte. El azul era de sabor dulce.

Contemplé aturdido el nuevo bosque, creo que durante varios viajes del sol por la bóveda vestida de añil.

– ¿Qué está pasando? Pregunté por lo bajo. – Y aunque no veía a nadie, tenía la certeza de una posible respuesta.

– Ya puedes viajar a través de los azules. -Me contestó una voz profunda.

Traspasar los velos a través de los azules. Me quedé atónito.

Allí, estaba mi viejo y querido amigo. Mis lágrimas brotaron contundentes y silenciosas al volverme.

– ¡Kalessin! Has vuelto.

– He renacido. – Contestó solemne.

Y mi grito llenó de júbilo aquel lejano paisaje, hasta que se ahogó en la distancia, resonando aún en las cañadas y los valles, mientras aún le abrazaba, a duras penas, mientras él bajaba su enorme cuello a ras de tierra para no ponérmelo demasiado difícil.

– Y yo, yo estaba en la posada del fin del mundo. -Le comenté entrecortadamente.

– Y allí estás aún. – Me dijo despacio y bajito.

-Continúa -prosiguió. -Yo sigo guardando tus fronteras. Y ahora hay silencio. Por ahora, el silencio me protege. Nos protege a todos.

– ¡No! -le dije -Quiero estar contigo. Kalessin. Quédate conmigo.

Y como antaño, me volvió a repetir lo mismo.

– Siempre estoy contigo. Tú me creaste.

-¿Porqué el azul Kalessin? – Le pregunté.

– Me miró en silencio, pensando en la respuesta. Y dijo al fin. -Quién sabe. Puede que los brillos refulgentes ya no te digan nada. Y busques nuevos aromas, pues este es un país de olores, de sabores y de tactos suaves.

Un país de topos con levita, de dragones marchitos de escamas desgajadas. De retoños de roble y de prisioneros en los robles.

– Todo esto te pertenece, y mientras sea tuyo, tuyos son los días y las noches, los vientos y cada una de las fragancias.

– Todos fuimos destruidos, todos quedamos tendidos sobre la tierra y nos hundimos en el barro. Pero, ¿quién gobierna aquí sino tú? Este es tu reino. Nada puede dañarte.

-Pero el daño, sucedió. – Repliqué después de un largo silencio.
– Y se marchó. – Contestó con rapidez.

Kalessin me sonrió.

– Ahora ve, estabas en la posada, allí debes proseguir. Con todo lo contado, y lo que ha ocurrido, ya se dijo que fue verdad, que todo esto ya había sucedido.

Y sin darme tiempo a más respuestas, en mi mano apareció la copa de metal que Edith me regalara una vez. Con grabados de damas y galanes en plácidos jardines. El cáliz que albergaba el poder de contener la curación, la esperanza y la templanza.

Ahora la copa estaba llena de un azul con un sabor radiante