Bajo el sol de capricornio descubrí la explanada que llegaba a la morada del coleccionista. Un jardín seco de osamentas que no recibía absolutamente a nada le servía de antesala. Tenue retazo de lo que sería la puerta del infierno más frío que pudiera imaginar. Hojas secas servían de lecho marchito y una alfombra de bienvenidas que huían desesperadamente en todas direcciones.

las Siamesas

Me acerqué a las puertas de la mansión con el esfuerzo añadido de tener que apartar un montón de huesos blanqueados en el dintel. La aldaba sonreía, maliciosa ante el temblor de mis pupilas que traicionaban mi aparente sosegado semblante. ¡Qué jardín tan despiadado contemplaban mis ojos! No había esperanza ni cuidado por la templanza. Allí no había nada más que muerte y sin embargo, muerte no estaba allí con sus ojos negros y fieros. La echaba de menos, aunque sabía que ella solo vendría si lo consideraba necesario. Y mucho menos, si en aquel lugar no hubiese motivo para reír.

Las puertas se abrieron, no silenciosas precisamente. Mil quejidos desparejos y arreglos descuidados de orquesta presa de una locura de todo menos azul. Todo lo demás, vino rápidamente.

Las Siamesas esperaban sirviendo de bienvenida en el centro de un salón. Con la quietud y la ausencia del movimiento de lo que eran, estatuas silenciosas. Blancas, heladas. En un beso infinito cubierto de escarcha. No había más, pues todo cuanto importase ya no sucedía en ningún otro lugar de aquel universo.
Aquel hombre morsa estaba oculto y sé que me miraba. Me espiaba tras un espejo gigantesco, una esquina o una columna de mármol. Yo no lloré, ya Las Siamesas lo hacían por mí. En silencio, en su beso eterno. Lloraban envueltas en el regazo de su beso sosegado, ausente y aparentemente inconsciente. Pero un brillo de deleite, sujeto de un finísimo e inaudible grito de agonía flotaba entre los escasos centímetros de aquellas níveas pieles heladas como la oscuridad. Ellas lo saben y para ahuyentar el terror no piensan en nada si pueden. A escasos milímetros sus labios no llegan a rozarse siquiera. Condenadas a un vacío escaso pero infinito. A estar juntas en el salón de aquel terror, y convivir bajo una tutela disparatada. Mientras una acunaba a la otra y le rogaba con su pensamiento y la ayuda de una mirada entrecerrada que no cediera a la locura, al chantaje y la tortura.

El anfitrión de aquella casa, coleccionaba pasiones, creencias, temores, recuerdos, miradas y todo cuanto tuviese valor en nuestro mundo, y en cualquier otro que se le cruzara por delante del dintel. Una creencia, un mito, una esperanza, un anhelo. Llenaba vitrinas, y los jarrones servían con flores adornos en la amargura de todos aquellos sus deleites.

Acostumbrada a desmoronarme, acudí a mi fe en la buena gente. Y al viajero, que en algún lugar de La Tierra de Dyss había dejado huérfano de esperanza. Mis pensamientos se dirigieron al Ciervo guía, y le pedí que acudiera, me auxiliara y avisara en las fronteras, que una oscuridad se avecinaba a la tormenta, más fiera y con el granizo que cierra, que oculta encrucijadas, para devolver un sentido a los caminos, a las puertas y ventanas del vestido de mi tierra, de mi alma. Por surgir llena de fuerza y combatir, un monstruo que no había previsto, ocultándose un momento tras de mí, y otras tantas entre los espacios descubiertos de estas palabras.

La morada del ausente, en mi mente desde luego no la había olvidado. Una vez me destruyó y era consciente del dolor que provoca. Contemplar el espanto de aquellas estatuas gélidas resultaba descorazonador, Las Siamesas en su abrazo, condenadas al fracaso de un beso que jamás llega. Y a estar juntas, con distancias infinitas, en una cerrada y fría sala, oscura de día y de noche. Más, si había podido llegar hasta allí podría enfrentarme. El mentor, que enseña y descuida despiadado lo que le interesa a los soñadores, para otorgarles la maldición de los reyes y de los hombres que imaginan, describen y narran sus temores. Los anhelos, la esperanza y las ilusiones.

Y una voz tronó en la sala.

-¡Albina! – gritó.
-Mudador, de nuevo te encuentro – repliqué sin entusiasmo-. – Has vuelto…
-Nunca me he marchado, siempre estuve aquí, contigo. Para llevarte conmigo a mi jardín del Edén. – dijo con su habitual tono de soberbia.

Yo le miré con desgana, allí estaba, apoyado de la baranda pétrea de una enorme escalera, dándole las espalda a una enorme cristalera grabada de motivos en los que en esos momentos no deseaba fijarme.
Iba vestido con una larga chaqueta Eduardiana, medias de algodón y zapatos de hebilla. Un bastón de marfil llevaba en una mano, aunque bien sabía yo que eso era desde luego accesorio.

-Vamos a charlar, tú y yo. Sobre tu colección, tus idas y venidas y esta casa. – le dije finalmente con tono paciente-. Tenemos algo que solucionar de una vez por todas.

-Bienvenida Edanna – dijo burlón-. Si te destruí una vez, bien puedo esperar y escucharte un instante antes de hacerlo de nuevo. A la albina, que cuida con esmero una tierra de nombre tan extraño, bien puedo invitarla a pasar, discutir cuanto desee. Sabes bien el placer que me produce prolongar sensaciones de agonía, hasta que estas se convierten en locura. Esa es la meta de mi colección y de mi interés por tí. Pasa, te invito a visitar este pequeño museo, del que pronto tú serás el exquisito trofeo, con una placa de cristal sobre el pedestal que quizás lleve tu nombre.

Miré la estatua cubierta de fina escarcha rutilante que era Las Siamesas, en su abrazo eterno y suspiré. Tragándome una respuesta avancé recogiendo el vuelo de mi vestido, decidida a no temer la casa del coleccionista aunque sí por la suerte de todos aquellos que una vez soñaron y lo pagaron con el olvido, la desilusión y el desamparo de aquel que coleccionaba desengaños.

Y todo lo que después sucedió, en alguna parte quedó escrito. No recuerdo bien si en todo momento salí libre de las retorcidas torturas que provocó en mi mente. Pero si logro recordar prometo dejarlo aquí guardado. Aunque si sé que de allí salimos Las Siamesas y yo, un día después, un mes, dos años, quizás tres. Ahora no quiero recordar más el dolor de aquellas Siamesas, que en su amor, pasaron a formar parte de un pedestal, para formar parte de la colección de un ser que no sé de donde vino, pero que sí supo aprovechar las grietas de la razón, para formar parte del mito. Y se convirtiera en el señor de las pesadillas, coleccionista de sueños y creencias, un oscuro ente que sin respirar dejaba cubierta de escarcha, el mismo corazón de las leyendas, sumiéndolas en el abandono. Siendo mito en sí mismo, sin estar en libro alguno, descrito tan solo en algún trazo en la pared de una solitaria mazmorra como: El Coleccionista.

Y mil veces sería mi enemigo, pues si revisas estas páginas lo encontrarás, oculto tras mil sombras. La más conocida alusión se la ubiqué yo, al que simplemente denominé: Mudador de los ensueños, en todas sus formas.