Una vez me castigaron por pasearme entre sus muros. Divisé una biblioteca de ensueño por el dintel de una puerta entreabierta. No lo pude resistir. Separándome de mis compañeros de colegio, más me importaba oler aquel intenso perfume de madera y cuero. Entre cuadros flamencos y legajos de escritos adormecidos por el paso de los siglos.

foto: el mundo

Y poco me importaban entonces, como ahora, los ministros de dios en la tierra. Envueltos en sus bordados y sosteniendo el anillo de su dedo para el beso de la sumisión. Ya entonces me castigaban frecuentemente por detestar el olor rancio y húmedo de sus vestiduras. Pero aquel otro aroma, me hacía alejarme de mis profesores y encolerizarlos, por tener medio minuto para mí solo entre aquellas paredes forradas de madera. De estantes de libros que se perdían entre las vigas lejanas del techo. Y sentir el crujir de la madera bajo mis pies.

Se perdió aquel instante, devorado por el elemento fuego. Y entre el humo bajo la lluvia siento la pérdida de sus casi cuatrocientos años. Cuatrocientos años de secretos. De buardillas y balcones, rincones y escondites para un niño jugar-. Bien valía aquel castigo. Durante un instante a los once años aquel salón fue para mí solo. Donde hablamos en susurros. Un leve instante que guardaré para siempre. Y que me costó tan solo, un tirón de orejas.

Y es una pena profunda, la pérdida de algo que concebía inmortal. De sus moradores, aquí no encontrarás palabra alguna. Ya tienen el manto de todos sus santos para derramar sus lágrimas. Pero de aquellas viejas paredes, de sus obras de arte y sus gruesos libros, este texto, lo dice todo. Y nunca dirá lo suficiente, sobre lo hermoso que fue aquel edificio, y de la profunda huella que dejó en mi recuerdo.

Y sé que una parte de mí lloraba, al escuchar el sonido de las sirenas, e imaginarme como lentamente, toda aquella belleza, era devorada, como en un drama literario, que no es más que espejo turbio, de una realidad diáfana iluminada por las llamas del adios.