Niñoroto…, pensé largo tiempo, mirando el espacio ya vacío. Y recordando al viejo y mítico ciervo del asta rota. La vieja leyenda del ciervo que te guía a una senda oculta, e inicia una leyenda, siempre pagándolo con el precio de su propia muerte.
Y fue cierto, que de aquel parto de pájaros de otoño, en el año segundo del hielo en los árboles, nació la tierra que ya conocíamos. Que una vez sólo viera en los brillos, en los trozos de hielo, en los reflejos dorados.
Todas aquellas veces que mi mente había volado; el brillo del hielo en un vaso, en un cubierto lustroso, en un pasamano pulido, provenía de aquel recuerdo. De aquel dulce momento bajo los árboles, donde amé más que nunca en todos los días de mi vida. Y comprendí que ese brillo fue, el que se quedó en mi retina y que me hacía volar, como un pájaro por las tierras de mis sueños. Aquel brillo en las agujas de los árboles. Y que siempre viera en todas partes. Evocaba y trasladaba mi imaginación, alentándola, expandiéndola, y creando cada día el mundo que me había propuesto dar forma.
Y que siempre se llamó y se llamaría: «La Tierra de los Mil Pájaros».
Yo desperté, una vez más, para encontrarme sentada, absorta, en la mirada de los reflejos luminosos de una ventana. Una ventana por la que se contemplaban las gotas de lluvia incesantes y que caían también en una tierra que se extendía más allá de todos los espejos, con un cielo siempre cubierto, de miles de aves…
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