Quizás su desgarradora melancolía, es lo que más me atrae de «El paraíso perdido» de John Milton.

Las huestes de ángeles y demonios, su encarnizada batalla. Su caída hacia el caos. Y el plan de dios, siempre acechante, por encima de todo, envolviéndolo todo.

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Milton pretendía escribir un libro moral, pero para muchos que se atrevan con sus páginas, se descubren paisajes fascinantes e insospechados aspectos tales como, el profundo dolor del ángel caído, su tristeza, su amargura, llevando al lector irremediablemente a identificarse con él. Sencillamente, por sus fallos y sus dudas. Su humanidad, nos hace sentirnos próximos al que es derrotado y vencido.

Esa soledad, nos hace apreciar mucho mejor y entender…la crónica de una rebelión.

Es un hermoso libro. Y de él se han inspirado a su vez otras obras de arte que ya se han visto aquí, en este lugar que creo recordar llamo Lavondyss.

Es un libro para Lavondyss pues cumple su función y su significado. Al igual que el título de este lugar, «El paraíso perdido» es: el origen de un mito. Otro origen, para otro mito.

No podía evitar, por la absoluta amargura que siento, por el deseo de no despertar y por la necesidad de deambular por las palabras, el acercarme a este bello libro. Lo miro, con cariño, tantas hojas que huelen a humedad, su aroma, sus páginas, las acaricio…lo abro.

¿Por qué esta tristeza?

Y toda esa melancolía.

Y todo este silencio…

«¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? Séalo, pues el que ahora es soberano, sólo puede disponer y ordenar es lo que justo se contempla; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. ¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente!

¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar alguno. El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. ¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo.

Pero, ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido? ¿No hemos de invitarlos a que compartan con nosotros esta triste mansión, o intentar una vez más, con nuestras fuerzas reunidas, si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que perder en el infierno?»

Así hablaba Satán; y Belcebú le respondió así: «¡Caudillo de los ínclitos ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! Si otra vez oyen esa voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan aturdidos y estupefactos como ha poco lo estábamos nosotros. Ni esto es de extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.»

No bien había acabado de decir esto, cuando el réprobo Príncipe se dirigió hacia la orilla. Pesado escudo de etéreo temple, macizo y redondo, pendía de sus espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cima del Fiésole o en el valle del Amo, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. La lanza de Satán, junto a la cual parecía una caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus inseguros pasos sobre la ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada bóveda. Una zona tórrida, rodeada de fuego, lo martiriza con sus ardores; pero todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel inflamado mar.

Desde allí llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje; como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo; del mar cuyas olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono a los moradores de Gessén, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas, desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones asombradas al contemplar su horrible transformación.

Y Satán alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno: «¡Príncipes potentados, guerreros, esplendor del cielo que un día fue vuestro, y que habéis perdido! ¡Qué tal estupor se haya apoderado de unos espíritus eternos! ¿O es que habéis elegido este sitio después de las fatigas de la batalla para dar reposo a vuestro valor, porque tan dulce os es dormir aquí como en los valles del cielo? ¿Habéis jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde? El os contempla ahora, querubines y serafines, revolcándoos en el lago con las armas y banderas destrozadas; hasta que sus alados ministros observen desde las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos tan amilanados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo. ¡Despertad: levantaos; o permaneced para siempre envilecidos!

», y avergonzados se levantaron; apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar, es sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y, soñoliento aún, procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni dejaban de experimentar acerba pena; pero todas aquellas innumerables falanges obedecen al punto a la voz de su general.

El paraíso perdido

John Milton