Aún quedaban flores azules por los derruidos muros del refugio. Y a pesar de mi ausencia, en los suelos tallados y bailando entre las filigranas, los tallos serpenteaban sumisos a lo largo y ancho de aquel embaldosado. Un suelo frío, salpicado por algún charco ausente, siempre presente, ya que el lugar de mi nacimiento siempre careció de techo alguno pues, no recuerdo que le hiciese falta.

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Los arcos de medio punto y lo que quedaba de aquellos muros se mantenían en silencio, rodeados de una luz entre azulada y lila la mayor parte del tiempo. Unos muros vestidos totalmente, recubiertos de pétalos, tallos y flores que permanecían, mudas, tensas a veces, incómodas bajo la fina lluvia. Estas se movían, crecían y serpenteaban, deslizándose suavemente, a través de sus tallos, por la piedra. Se asomaban al reflejo de los charcos y se contemplaban, intercambiando risas apenas audibles.

Miraras donde miraras, muro, piedra y portal se cubría de azul y violeta. Pequeñas flores que se abrían y cerraban como canturreando por lo bajo. Incluso los arruinados divanes, el brasero volcado, hasta el cuerpo que aún yacía en el centro, bajo las estrellas. El cuerpo de un viejo dragón, totalmente recubierto de flores diminutas.

Fuera, como era común, reinaba el viento, aullando veloz. Y más allá, el mar circundante, límite de todas las cosas jamás soñadas, levantaba sus muros infranqueables.

En el silencioso espacio perfumado de luces, unos seres menudos tomaron el lugar como refugio. Radiantes y con pequeñas alas casi imperceptibles, revoloteaban brillando bajo una luz que se filtraba distraída.

Y así, con la llegada de las pequeñas hadas, los silencios se fundieron con el alfombrado manto, llenándolo todo con su fragancia. Elegantes azules, lilas perfectos… aromas de tí. Viviendo sus horas, silenciosas, canturreando viejas canciones. Cuentos de hadas erguidos en su propio sonido y caminando lentamente, uno tras otro por aquellas estancias. Majestuosos y elegantes, los sonidos de las viejas historias se hicieron con el espacio perfecto, habitando, jugando a juegos olvidados ya, pero que tu conoces, aunque no lo sepas. Naciste con ellos, en algún arcón oscuro, los guardas, los vigilas. Son lo que importa, aunque no lo necesites.

Suaves voces hacían vibrar el aire, completándolo. Leve, sutil e informe pero necesario, se hizo allí, en ningún otro lugar. No había otro lugar. Solo existió por un momento, aquella vieja ruina y el viejo pueblo.
Nada más existió.
Y todo aquello, por un aleteo de mariposa con trazos azulados.

Mientras cerré mis ojos, lo vi, y anhelaba aquel lugar, vacío y tan lleno a la vez. Al viejo refugio, el comienzo de todo lo que una vez divisara las estrellas por vez primera. Y sin saber nada más, fuera feliz solo con aquello pues, qué más necesita el hombre, sino una vieja ruina alfombrada de miles de flores, y el manto del firmamento como techo.

Todo aquello lo vi, mientras caminábamos, en un corto instante, y me llenó de alegría recibir noticias del ya lejano refugio, lugar de donde partieran mis deseos y mis viajes. Todos los sueños nacían de aquel viejo edificio en ruinas recubierto de azules fríos. Los colores que más me gustan.

Yo no sé cuanto duró aquel ensueño, pero si sé, que no me hizo falta quedarme absorto en ningún brillo ni reflejo. Tan solo el deseo, constante, de soñar vestido en tus propios sueños, y de llenar el espacio, con la música de unos trazos que te hablaban una y otra vez, de cuentos de hadas.