La primera vez que vi al señor Plimm fue paseando por el viejo puerto una fría tarde de abril. Deambulaba entre las abandonadas vías del tren con su paraguas azul a modo de sombrilla, siempre acompañado de su cabrita Petra.
Resultó difícil pasar por alto a un hombre como aquel, tan cargado de hombros, que paseaba a una pequeña cabra sujeta con un cordoncillo de cuero trenzado, envuelto en un gabán que pareciese haber sido llevado a través del tiempo en la máquina de los sueños, como si fuese una reliquia del pasado, hasta el momento presente. Un ejemplo viviente de pura excentricidad.
Lo vi detenerse entonces frente a la ruinosa estación de tren, permaneciendo inmóvil y con la mirada perdida entre los detalles de la destartalada oficina de correos, al otro lado de las vías, aguardando a que su cabrita, de un color tan blanco como el de la nieve en una noche de navidad, terminara de merendarse algunos matojos que crecían, felices, entre los abandonados raíles.
Percibo un tanto que de un pie cojea un poquito, mientras que con el otro de vez en cuando patea algunas piedrecillas al tiempo que parece andar murmurando asuntos indescifrables.
Al caer el sol suele llegarse hasta el malecón, donde unos gruesos pilares de madera de más de ochenta años soportan, sin inmutarse y día tras día, el embate de las olas. Allí permanece, tan imperturbable como los pilares, contemplando el horizonte; dándole siempre la espalda al sol y mucho más interesado en aguardar por la salida de la luna.
Siempre, siempre mirando hacia el Este.
Circula el rumor de que el Sr. Plimm perdió a su amor allí y allá; allí, en las lejanas distancias, y allá, donde el tiempo termina junto a la aurora.
Si algo de eso es cierto o si no lo es, yo no lo sé, pero a mí me parece que es un hombre encantador, aunque siempre parezca encontrarse tan triste. Es posible sí, ¿por qué no? Yo estoy segura de que si hay un motivo legítimo para estar triste en este mundo es por amor, ¿por qué no deberíamos sentirnos pues orgullosos de prestarle siempre la debida atención? Yo diría que un día tras otro nunca dejamos de contarnos historias de amor, y que nunca parece que nos cansemos de escucharlas.
Dicen las malas e incluso las buenas lenguas que el Sr. Plimm vive en un mundo inventado, pues por amor se volvió loco perdiendo así todo el juicio que le quedaba. Dicen que vive en un mundo de ficción para poder reencontrarse allí con su amor perdido.
Yo quisiera que otros fuesen capaces de inventar mundos imaginarios para mí sola, uno por cada día de la semana, y así poder viajar contigo hasta allí, alcanzando un lugar en donde podamos cruzar, de una vez, ese portal en donde lograremos al fin perdernos para siempre en busca de nuestros seres más queridos; viviendo felices en la utopía que a ti y a mí nos de la gana vivir, juntos, cada día de nuestra vida. Tan lejanos, tan ajenos a las cadenas de los demás, del mundo y del propio tiempo…
A mí me dijo una vez ―¡sí, a mí!, que ya no pudiendo más y de tan intrigada que estaba me acerqué al final a charlar con él― que si visita el puerto a diario no es más que para desearle siempre cada atardecer, al Este, las buenas noches…
Esto la verdad es que me pareció entonces muy extraño, ¿desearle cada día al Este las buenas noches?
Tan extraño como el que siempre que nos encontramos, llevándose la mano a la manga izquierda de su abrigo, como el más habilidoso de los ilusionistas, de la nada siempre surge, así, como por encanto…, una pera. Una pera con la que entonces, sonriente, siempre canturrea: “Sana, sana como una pera…, una pera limonera pim, pom, fuera…”.
También me dijo una vez así, bajito, bajito, que en su cocina cada mañana, cuando no hay nadie, revolotean las teteras. Durante la penumbra de la alborada les salen a todas unas pequeñas alitas y que, con coraje, comienzan a saltar de la alacena emitiendo grititos de alborozo.
Las grandes enseñan entonces a las pequeñas a dar sus primeras vueltecitas alrededor de la lámpara, preparándose para el día en el cual se aventurarán más allá del salón e incluso, ascender a través de las escaleras hacia los cielos en busca de algún sitio mejor donde, quién sabe, poder comenzar de nuevo una nueva vida.
Las teteras son los seres más valientes que habitan en nuestros hogares, me dijo entonces, pues mantienen siempre el aroma de la felicidad bien caliente para que todos nosotros podamos deleitarnos con ello; una labor que no todos los seres de este mundo están tan dispuestos a llevar a cabo a lo largo de sus vidas.
También me dijo que las pequeñas teteras, las que poseen alitas, en realidad son la manifestación de los antiguos dioses de la creatividad, una raza de ancianos dioses olvidados que comparten el mundo junto a todos nosotros.
No sé bien el porqué, pero yo le creí entonces, y aún hoy, le sigo creyendo.
Tras nuestro primer encuentro, durante toda aquella primavera y a lo largo del largo verano que siguió después, no dejé de encontrármelo muchas veces durante la semana, en ocasiones casi a diario. Reconozco que algunas veces, y por motivos que ahora te explicaré, no podía resistirme a seguirlo, aunque siempre tuve la sensación de que era capaz de advertir mi presencia pese a que nunca solía atisbar por encima del hombro, tan abstraído que parece siempre estar en sus pensamientos.
Descubrí a lo largo de aquellos paseos que lo que más le gustaba al Sr. Plimm era recibir correo, un hecho que después se convertiría en la mayor de todas las contradicciones.
Un día pude ver que una sonrisa de satisfacción cruzaba su rostro cuando, tras abrir el pequeño buzón frente a su casa, sacó un fajo de cartas que después fue ordenando cuidadosamente, mientras se marchaba paseando en dirección al viejo puerto.
Sin embargo, aquellas cartas nunca llegaron a descubrir el mar, ni siquiera a percibir el aroma de la sal ya que, a medio camino, deteniéndose junto a un roble que crece junto a la pequeña charca que hay en el parque, comenzó a romperlas una por una en pequeños, muy pequeños pedacitos. Muchos trocitos que luego fue arrojando a las aguas del estanque, lentamente; tomándose para ello todo el tiempo que hizo falta; rasgadas con tal celo y diligencia como nunca había visto antes; como una vestal en algún templo, a manos de un sacerdote que ofreciese algún tipo de sacrificio a un dios desconocido.
Aquello me resultó tan extraño que fue entonces cuando comencé a seguirlo algunas veces, intrigada por su conducta. Y es que no había un solo día en el cual el Sr. Plimm no dejase de realizar su misteriosa ceremonia. El ritual en el cual, cada tarde frente a las verdes aguas del estanque, junto al roble, un manojo de cartas sin abrir sucumbía sacrificado en sus manos.
En algunas ocasiones llegué a acercarme al borde del agua cuando él ya se había marchado. Motivada por una viva curiosidad ―y puede que por una gran necesidad de cotilleo― intenté rescatar alguno de aquellos trozos, sin embargo, resultó inútil.
De una forma que aún hoy no consigo comprender, el papel ya se había desecho casi por completo, habiendo sido una buena parte reabsorbido por la mezcolanza de agua y barro, de una forma que me atrevería a asegurar resultaba del todo “antinatural”. Pero entonces, atribuí el suceso a que, con toda probabilidad, su cabrita habría sido la encargada de dar buena cuenta de aquel montoncito de cartas destrozadas.
Durante todos aquellos meses siguientes observé una y otra vez las sencillas rutinas de aquel misterioso personaje, lo que sólo produjo que avivara con ello mucho más mi curiosidad al descubrir, día tras día, semana tras semana, como el Sr. Plimm consumaba su mismo rito solemne destinado a hacer desaparecer tantos mensajes llegados desde quién sabe dónde en las aguas de aquel estanque, junto al roble.
Y no diré que, desde el principio, ya tales acciones me parecieron entonces incluso hasta ridículas, aunque siempre fuera consciente de que allí todavía se guardaba una muy profunda lección de dignidad. Acciones que después entraron a formar parte de unos muy distinguidos encantos, pues sería el motivo del mito de su leyenda, de su legado y del regalo de su presencia en esta nuestra tan, a veces…, en ocasiones…, aburrida existencia… Detalles que difícilmente pudiéramos comprender nosotros algún día pues todo, todo acerca del Sr. Plimm en cuanto a los motivos de sus pequeñas liturgias diarias permanecería siempre cubierto con un velo de misterioso silencio. Un misterio que aún hoy perdura en la memoria de esta tierra pues, si de dignidad se trata, es en esta su historia donde vas a encontrar una lección de ello, por mucho que otros presuman de estar colmados de estos detalles desde los pies hasta la cabeza.
Había en aquella discreta ceremonia tan suya una mezcolanza de otoño y un poco de aire invernal, aunque todo me pareciese recubierto así, como de una enorme hiedra pintada con los tonos del verano, esos matices tan de un melocotón que amarillea hacia un melón bien maduro. Es tan difícil de explicar, que no me extrañaría que ya anduvieses perdido en toda esta historia.
Sin embargo, pese a tanta excentricidad ―la suya y puede que también la mía―, quien jamás parecía perdido era el Sr. Plimm, que siempre daba la sensación de tener muy claro todo cuanto quería. Aunque ahora mismo recuerdo que, en cierta ocasión y durante algunas semanas, me dio la impresión de que tuvo serias dudas a la hora de llevar a cabo su acostumbrado protocolo en el momento de rasgar todos aquellos papelitos. Me pregunto qué tipo de cartas eran aquellas que le hacían detenerse durante unos instantes, haciéndole vacilar entonces, y si todo esto tuvo que ver con los increíbles acontecimientos que más tarde tuvieron lugar. Unas cartas que, desde la distancia de mi infame escondrijo, pude distinguir como recibía en el interior de unos bonitos sobres de tonos pastel que iban desde unos perfectos azules, pasando por unos gentiles tonos de rosa hasta alcanzar la perfección de unos lilas que, entonces pensé, sólo podían ir destinados a la mañana siguiente tras el día del juicio final. Todo esto fue algo que pude confirmar más tarde al acercarme al borde del estanque; aunque no fue posible averiguar mucho más sobre aquellos trozos empapados, aún pude distinguir aquel tono tan propio del papel y aquella textura tan especial.
¿Serían aquellas cartas de amor? ¿Había tenido el Sr. Plimm a un corazón anhelando compartir un cálido refugio bajo la sombra de su paraguas, junto a él? Sin duda, pues existe una intuición en todos nosotros para saber esas pequeñas cosas; y en los más callados escondrijos ocultos en los reinos de nuestra memoria, tenemos la mayoría de nosotros los mecanismos necesarios, y la debida intuición, para conocer cuando viene y cuando va esa brisa que a veces sonríe o que ahora llora en silencio; que suspira a escondidas y que es capaz de bailar sola hasta el amanecer; esa misma que algunos de nosotros nombramos como: el amor.
Fuesen lo que fuesen, como era de esperar, en algún momento dejó de recibirlas. El manojo de cartas volvió a su acostumbrada tonalidad blanquecina; ese tan cotidiano, tan de cada día y tan de todos esos mensajes que, por lo general, no interesan a nadie.
Ya habían entrado los primeros vientos del otoño cortando las mañanas como un cuchillo cuando, un día, dejaron de llegar cartas. El Sr. Plimm tenía su buzón, por primera vez, completamente vacío.
Pude distinguir su actitud de consternación al dejar de recibir correo; inmóvil frente al buzón, dudando, y tan vacío como cualquier otro por primera vez desde que le conocí. Allí me pareció verlo, apesadumbrado, más triste y más solo que nunca, siempre a la sombra de su paraguas azul, llevando de la mano, sujeta con un cordoncillo de cuero trenzado, a su blanca cabrita Petra.
Se marchó entonces, dirigiéndose hacia el viejo puerto, no sin antes detenerse junto al gran roble que crece junto al estanque, como cada día. Allí parecía haber comenzado aquel gran árbol a perder sus hojas, deleitándose cada una, durante el descenso de su caída, de un viaje que la llevaría a formar parte de un todo que reluce y de una especie de ensueño que vuelve a formar parte de todo cuanto nos rodea, tomando para ello todo el tiempo que haga falta.
Y allí, de nuevo, vi una vez más como contemplaba las aguas del estanque, aunque esta vez reparando en las hojas del roble, algunas rojizas, otras amarilleando ya por el ocaso de los días cálidos. Las miraba con asombro, consternación y una tal fascinación como jamás antes había observado en él. Ahí, siempre envuelta en mi escondrijo llegué a verle al fin sonreír; la dueña de un sentimiento que ya albergaba toda aquella ternura, un sentimiento que perdura y que jamás imaginó que pudiesen suceder muchas de las cosas que pasan en nuestro mundo, y de las que no somos ninguno de nosotros siquiera un poquito conscientes.
Pues ahí estuvo durante un prolongado lapso de tiempo, contemplando con atención las hojas caídas del roble y de manera más atenta todas las que aún permanecían entre sus ramas. Las observó con atención durante una media hora, puede que una hora completa, y hasta le ofreció alguna a su cabrita Petra, pero ésta rehusó tocarlas, como si de algún objeto sagrado se tratase.
Al final pude ver que con una sonrisa en el rostro abandonaba el lugar tomando la dirección de la vieja estación de tren, la que cruza el viejo puerto, mientras canturreaba algo por lo bajo al tiempo que su cabrita le acompañaba emitiendo un sonoro balido.
Por supuesto, como no podía ser de ninguna otra manera, llena de curiosidad me acerqué al borde del estanque para averiguar que era aquello que había mantenido ocupada la atención del Sr. Plimm de esa forma tan inusual. La causa me hizo cambiar de una forma tal mi manera de ver y comprender el mundo que aún hoy le debo toda esa transformación al Sr. Plimm y a su cabrita Petra, preguntándome muchas veces cómo habrían sido las cosas de haberme resistido a “curiosear” entre las rutinas de aquel personaje tan peculiar.
Yo no fui capaz de aceptar la realidad con tanta templanza como lo hizo él. Recuerdo que estuve allí una hora, puede que dos, consternada, contemplando aquellas hojas una y otra vez, examinándolas con atención y buscando razones a cuestiones que una parte de mí bien sabía ya que jamás iba a encontrar.
Fui muy consciente entonces de que las mayores respuestas a los misterios de nuestro mundo sólo se encuentran en la forma de sencillos sucesos como el que tuvo lugar aquel día; un día que siempre recordaré al borde de aquel estanque, junto al gran roble bajo el cual el Sr. Plimm y su cabrita siempre se detenían cada tarde para romper en pedazos todas sus cartas, arrojándolas después a las aguas.
Pues en cada una de las hojitas del árbol, por ese lado que se muestra siempre más hacia el sol, estaban escritos: su nombre y su dirección.
Edanna
30 de agosto de 2012
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