1 de Abril, 2000

De los momentos más bellos, mi madre siempre escogía esas horas en las cuales la luna reflejaba sus suspiros de plata sobre las mansas aguas del lago de Innis Carthaig.

Escoltada en la fragancia de cientos de perfumes en la noche despejada y cuajada de estrellas, la veíamos pasear en la penumbra de un rayo de luna hasta altas horas de la madrugada; cuando todas las telas de araña estaban ya repletas con las plateadas lentejuelas del rocío nocturno. -Como a «Ella» solían referirse sirvientes, mozos y los leales hombres de nuestra casa.

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Fortalecida por su magia y coronada de poder pero envuelta en pesadumbre. Un manto perenne de tristeza la envolvía. Y muy pocos de nosotros pudimos nunca saber el por qué.

Yo era muy joven aún y gustaba, (para disgusto de mi madre) de ir a batallar a la frontera con los hombres.

Siempre me intrigó el capitán. Taciturno, sumido en sus pensamientos pero feroz en la batalla, saltaba como un relámpago al menor crujido, lo que me asombraba, pues como elfa el don de los sentidos me favorecía, pero en él parecía que una sangre no humana corría por sus venas.

Y en los momentos en que volvíamos a nuestro hogar, mi madre se había ausentado durante días preocupándonos a todos de sus idas y venidas, y de sus requerimientos. Y en los momentos más insospechados aparecía sucia y raída en harapos. Con el olor a bosque y a miles de flores envolviéndola como si, de repente hubiese surgido de la tierra misma, o de la corteza de los árboles y su aliento lo tomara de la propia esencia del suelo como toman las plantas, las flores y los árboles su sustento.

Permanecía ausente, mirando a la nada durante horas antes de despojarse de aquellas sucias ropas y parecer la dama que era y que difícilmente dejaba de ser, por muy semejante a mendiga o forastera que pudiese parecerse.

Nunca nos contaba donde permanecía tantos días, pero después se encerraba en sus aposentos y la veíamos aparecer al cabo de muchas horas con los dedos manchados de tinta y las llagas en sus dedos de la pluma frenética con el que llenaba arcones, estantes y armarios de trazos en cientos y cientos de pergaminos blancos suavizados con el esparto nacido en los cañaverales del lago.

¿Y qué buscaba en aquellos días mientras una guerra interminable asolaba las fronteras del reino?, a veces la oíamos discutir violentamente con Derfhel y yo lloraba a escondidas pues oía como la recriminaba por su ausencia del mal que acechaba a todos en las fronteras, siempre desdeñaba de ir y en más de una ocasión acabé yo misma con la vida del que se atrevió a proferir alguna palabra contra ella intencionadamente, refiriéndose a su supuesta cobardía.

Y es que, la obcecación de madre por los bosques más oscuros del reino estaba más allá de todos los mundanos deseos de todos nosotros. Buscaba algo, que ella no nombraba y que alguna vez atisbé a arrancarle alguna pista o susurro que aclarara sus pesares. Y solo llegué a saber, por mis propias conclusiones que le maravillaba el nacimiento mismo y el don de la vida, y que buscaba la única y auténtica verdad, de la cual estábamos hechos todos cuantos vivíamos en aquella tierra, y no solo nuestros cuerpos de carne y sangre, sino hasta el origen de más íntimo de nuestros secretos. Ella así lo nombraba como » el origen » y parecía que tenía vida propia el concepto en sí pues lo buscaba como si de una partida de caza se tratara.

Oscuros secretos se le habían revelado, y en la cumbre de su poder usaba su más que conocida intuición para elaborar hasta la más fantástica teoría acerca de la existencia de todos nosotros y sabía en su corazón, que existía un lugar donde el tiempo se detenía y podías salir renovado hasta la última esencia del aliento mismo. Donde habitaban los dioses y en fin y al cabo como ella misma me dijo una vez que la fiebre me comía las entrañas, donde habitaba el gran tapiz donde el tejedor hilaba nuestro destino. Y aquel telar ella lo llamaba Lavondyss…

Y no era solo filosofía y meditación, búsqueda interior o religión. Era algo que trascendía nuestras fronteras y haría palidecer a ser más poderoso que habitara la tierra.

A veces pensaba que enloquecía pues nos hablaba de sus conversaciones con los dragones, cuando sabíamos perfectamente que nada ni nadie era capaz de acercarse a aquellas bestias, pero la dejábamos en sus pesares y sus fantasías pues la respetábamos como lo que era, «La bruja blanca de Innis» y su palabra era el sello de garantía de la más delicada alianza que pudiera hacerse en aquellos tiempos de locura.

También el dolor del amor perdido la marchitaba, pero tampoco hablaba de ello, y en más de una ocasión montaba en las alas de la ira, con lo que se ganó fama de ser rápida para la cólera, pero nos guardaba a todos en su corazón y tenía el don, de hacérnoslo ver.

Yo solo pensaba en batallar y engrasaba mi arco y afilaba mis flechas siempre dispuesta a esconderme envuelta en mis habilidades para acabar con el Bretón o el Vikingo que osara penetrar en nuestras tierras, y con aquellos héroes que poco a poco y sin saberlo se irían convirtiendo en leyenda recorríamos la región llenando la memoria de aventuras y gestas que no conocimos hasta mucho después cuando los bardos hablaban para nuestro asombro, del coraje de nuestro mismísimo corazón.

Y siempre que la veía pasear, sentía una oleada de amor por mi madre, que en una ocasión amó, y como siempre ocurre con el amor quizás para confirmar sus teorías sobre la existencia misma, ese amor se convirtió en mito para vivir tan solo en su memoria. Y llenándola de la más absoluta soledad. Un oscuro secreto que murió nada más y nada menos que en el suelo del odiado bretón.

«En la casa de mi madre»

por Idoru de Innis Carthaig