La pantera y el jaguar se encontraron en un claro de la selva. Los árboles callaron, todos los seres se escondieron e incluso las plantas y las flores detuvieron su crecimiento. Todos sabían que, la pantera y el jaguar se amaban. Un amor furioso. Un amor destructivo. Las furias de la selva. Se miraron detenidamente, en silencio durante largos minutos. Dando vueltas, a distancia. El olor de uno impregnaba al otro, excitados, expectantes. Siempre se clavaban mil agujas, ésta, no iba a ser la excepción.
El jaguar comenzó.
—He cazado y abatido a cien monos de la selva, los derribé de sus árboles con astucia. En el suelo los devoré uno a uno. Cada árbol quedó ensangrentado, cada hoja tiene mi nombre escrito en ella.
La pantera replicó.
—En los pastos he abatido a cien antílopes no fueron problema para mí, la hierba alta se cubrió de sangre, y cada animal y pájaro que volaba sabía que allí, estaba yo.
—Los monos son insignificantes comparados con la velocidad de los antílopes. Los antílopes podrán correr, contestó el jaguar, pero los monos son astutos, se esconden alto en el cielo de ramas y pueden arrojarte objetos. Son más difíciles de cazar. Tus antílopes correrán, pero son cobardes y huyen en manada. Es más fácil su caza.
La pantera rugió de rabia, sus ojos verdes amenazaban en cualquier instante, con la muerte rápida y segadora.
—He matado doscientas comadrejas del desierto. Son astutas, se yerguen altas vigilando por si me ven venir, y se esconden en sus largos túneles. Las saqué una a una con engaños e incluso devoré a sus hijos. No quedan comadrejas al este de aquí, solo la sangre marca el lugar. Mi dominio, el dominio de la Pantera.
—Yo he matado doscientas garzas en el lago —contestó el Jaguar—. Son difíciles, altas como son te ven y emprenden el vuelo. Las arrojé una a una del aire y las devoré hasta que el lago quedó teñido de rojo intenso. En el lago está mi dominio, y todos me recordarán.
—¡Já! dijo la pantera. La comadreja se esconde bajo tierra, la garza es torpe y lenta, cuando comienza a volar ya estás sobre ella con las garras clavadas en lo más profundo. La comadreja se esconde y hay que ser astuta para poder devorarla, destruir sus nidos.
El jaguar rugió de rabia. Sus afilados colmillos goteaban saliva. Sus extremidades se flexionaban listas para saltar sobre la pantera. A lo que dijo:
—Yo, he cazado al hombre.
— ¿Al hombre? —Preguntó asombrada la Pantera—. Es imposible. El hombre es listo, tiene lanzas afiladas y te rodea con trampas. Sus escudos son fuertes y detienen las garras. Ellos robaron el fuego, ellos robaron el agua, la tierra les pertenece.
—Cacé al hombre. —Le dijo el jaguar con sorna—. Lo aceché durante días y corrió hasta que, exhausto, se tendió a dormir. Entonces salté sobre él y ni su fuego ni sus lanzas me detuvieron. Ahora en sus aldeas lloran de miedo por mí. Yo maté al hombre que una vez me robó el fuego.
La pantera no pudo más, se abalanzó sobre el jaguar, ambos rodaron por el suelo y se clavaron las garras, se destrozaron con los colmillos, y sus ojos inyectados en furia, deseaban arrancarle la cabeza al otro.
Se olvidaron de su amor, se olvidaron de todo salvo de la furia que los consumía. Sus garras hicieron cortes profundos el uno en el otro, la sangre bañaba el claro. El sol arrancó destellos del púrpura de sus cuerpos.
Lucharon durante horas, el sol se puso, todo el claro era un mar de sangre, sus garras habían hecho heridas mortales el uno en el otro. Sus colmillos habían desgajado la carne hasta el mismo hueso. Cojeaban, tropezaban heridos en miles de partes de su cuerpo. Miles de agujas de dolor se clavaron en sus carnes, pero lucharon.
Con el alba, ambos estaban ciegos, en su rabia se arrancaron los ojos, y las cuencas vacías buscaban al otro como si aún tuvieran la vista, sólo el olfato les decía el uno al otro dónde arrojar el siguiente zarpazo.
Al atardecer del segundo día, el jaguar y la pantera yacían en el suelo, moribundos. Cada uno era consciente del otro sólo a través del olor de sus heridas, por el intenso y embriagador rastro del sudor de sus cuerpos. El aroma de ambos los excitó, deseando amarse.
En el claro del bosque todo era púrpura. El hombre apareció. Con sus lanzas, rodearon a los dos animales y les clavaron sus puntas. Una y otra vez los perforaron mientras gritaban de júbilo. Lo último que escuchó el Jaguar y la Pantera fue los gruñidos agónicos del otro. El grito de súplica.
Cortaron sus cabezas y arrancaron sus pieles. Las cabezas adornaron la choza del rey, y sus pieles adornaron los cuerpos de ébano de las dos mujeres preferidas de éste.
Y en el bosque no se volvió a escuchar el rugido de la pantera, ni el rugido del jaguar. Sus cabezas, cercana la una a la otra, adornaron el trono del rey de la tribu de los Cayapó durante generaciones.
La tribu que una vez les robara el fuego, según cuentan las leyendas, a la pantera y al jaguar.
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