Estas son mis tierras blandas. El lugar donde sueño y realidad vienen a repartirse caricias mutuas. El principio de un final, el origen de todos los caminos, el lugar en el que convergen todos los destinos. En mis tierras blandas proseguí la búsqueda del sendero oculto, al que desembocan todos los ríos de las tierras ásperas.

Llegué a la enorme mansión con las primeras luces del alba. Miradas huidizas, temores envolviendo subterfugios aquí y allá. Sonrisas amargas de aburrimiento y complacencia. En la gran casa, el señor gobernaba con seguridad, prolongando la inquietud con las incertidumbres. Había allí guardias armados, consejeros, ministros y deidades dormidas, que no solían prestar atención a los suplicantes. Llegaban de todas partes, y antes de que te dieses cuenta, ya habían desaparecido por las calles empedradas, perdiéndose en la oscuridad de los recovecos que nadie atesoraba dibujar en ningún mapa. Yo sentía inquietud, pérdida y añoranza, además de unas cien mil maneras más de sentir.

En las sombras que vestían las esquinas, escuché susurros salpicados de risas nerviosas. Saludos extraviados y sin ánimo, tras todas las miradas que siempre, reflejaban tras su actitud, incógnitas.

-¿Quién es el viajero? – Se preguntaban.

Por mucho que trataran de disimularlo, el brillo del miedo los delataba, reflejándose en aquellas pupilas apagadas. Carros de heno que no habían recorrido una sola legua en dirección alguna se amontonaban en los enormes portones de la entrada, salvaguardando regalos traídos de muchos confines de la tierra. Adormilados por tan corto viaje. Sin destino aparente, cansados y envejecidos. Agonizando antes de volver a divisar la luz del sol.

Entre los muros de la gran casa, el miedo recorre los pasillos, la angustia de un día tras otro, esperando lo que nunca termina de llegar. El largo camino, una vez más. El camino de la eterna espera. La interminable guardia nocturna por un lejano día en el cual una justicia que creemos inherente al mundo nos dé la recompensa merecida. Así, el sol se pondrá de nuevo, ajeno a las huidizas esperanzas de los sueños más peregrinos. Tan indiferente a los asuntos de los mortales como una bruñida escalera de mármol blanco.

Los pasillos allí resuenan con un eco continuo. Estatuas de piedra esperan eternas la víspera del fin de los días a los que traen todos los tesoros de la tierra, para dárselo a los que aguardan bajo el ala bendecida de su señor.

Yo me dediqué a contemplar el trono de oro refulgente, donde el señor administraba justicia, observando, aprendiendo. Dibujando las rutas entre árboles invisibles. Esquivando muros y grandes columnas de fría piedra. Comprendiendo que la verdadera libertad, es respirar en el valle más recóndito de la tierra, lentamente, sin pensar en nada más que en el extraño ángulo que toman las briznas de hierba, al doblarse al compás del viento.  Tomando un tallo, invoqué a los pájaros. Tardaron en responder, pero lo hicieron.

A través de las  baldosas de mármol que cubrían el suelo, me llegaron remotamente lejanos los diez mil trinos de su respuesta, acudiendo a mi llamada, rápidos, veloces. Aún así, hacía mucho que La Tierra de los Mil Pájaros había quedado atrás. Las distancias eran enormes, por tanto, tenía que ser paciente, tenía que esperar. Me acomodé pues como pude junto a una fuente cercana al gran salón, y no sin algo de resignación, aguardé una respuesta ante aquella pregunta formulada a la tierra cuyo espíritu está constituido por el canto innumerable, de miles de aves.