Cuando Lugh y su Jareth ya me escoltaban altos en el firmamento llegaron los pájaros, ensombreciendo con su manto de vibrantes motas: suelos, paredes y escondrijos. Un caos delicioso de luces y sombras, como el rizo de la luz entre las hojas de los árboles. Una nube caprichosa y ensordecedora, que rozaba sin tocar cada resquicio en los espacios que me rodeaban desde hacía ya algunos días.
Y no diré que me cogió por sorpresa, aunque sí me fascinaron, como siempre, ante el súbito estremecimiento de todas las cosas quietas, la repentina vibración del aire, los sonidos que junto a sus destellos trajeron una marea de cambios de bienvenida.
Raudos y veloces, fugaces y refinados, entraron a cientos por los grandes ventanales rodeados de fría piedra. Colmaron techos, bóvedas, pasillos, salones y las grandes estancias enmudecieron ante el fulgor de sus ecos sobre las paredes. Yo permanecí allí, apacible y serena, para acogerles. Sosteniendo mi laúd, con un canto me sumé al tañido de sus campanas. Radiante, delirando ante la llegada del más antiguo de mis viejos espíritus. Al dios más olvidado de todos cuantos alguna vez escucharon las plegarias surgidas por los miedos, deseos y delirios de los hombres.
Así pues, el gran edificio se colmó con el son de sus alas. Batiendo arrítmicas, cada uno en su propio tarareo, siguiendo un compás misterioso que ningún libro ha podido encadenar en palabras. Cruzaron en una vertiginosa carrera a través del aire, las espaciosas estancias, alfombradas de terciopelo púrpura. Les encantó especialmente la gigantesca lámpara de araña que colgaba del gran salón, la cual encontraron divertida; afanándose en perseguirse en círculos desquiciantes sin fin, a una velocidad demasiado intensa como para poder seguirlos con la mirada.
Al contraste con la enorme vidriera, el salón atestado con los pájaros adquirió matices hasta ahora nunca vistos. Pero todo fue un tenue engaño, pues me di cuenta de que sólo yo podía verlos, invadiéndome entonces una gran desazón.
La gran estatua del retablo, en la escalera, abrió los ojos, contemplándome, carente de toda expresión, como esperando que yo comprendiese. Que todo lo que allí estaba surgiendo, los hombres, hacía muchas eras, lo habían olvidado. La casa estaba muerta para los centinelas en Dyss y para el más lejano de los espíritus. Y si allí no podían ejercer su influencia, difícilmente podían escuchar aquellos moradores el sin fin enloquecedor de miles de trinos desacompasados pero armoniosos.
Los hombres vivían en aquellos parajes, desde hacía mucho tiempo, carentes por completo de sueños en las entrañas de un edificio lleno de vida pero que agonizaba lentamente, con la paciencia de un muro en su avance hacia el marchitamiento, para caer finalmente en un letargo del que difícilmente podría escapar.
Sentí un deseo irresistible de escapar y volver a esconderme en los caminos del mundo, junto a mis pájaros. Pero resistí el fuerte impulso y me busqué un lugar donde dormir, en la parte alta, donde cada noche pudiese cerrar los ojos y cuya última visión fuesen las estrellas del cielo.
Los pájaros anidaron en las oquedades, los nichos, en las vigas del techo y en todo pequeño y acogedor escondrijo que pudieron encontrar. Lentamente fueron acallando sus trinos y, finalmente, cesaron los murmullos del son de sus alas. Y con estos murmullos yo me dormí, aguardando el momento en el que todos mis viejos espíritus me dieran la señal para proseguir el camino, siempre de la mano de mis amadas aves.
Cuando llegó la noche, los moradores de la gran casa se arrastraron a sus rincones y pronto se apagaron todas las luces, quedando tan solo el telón de los susurros en voz baja. Secretos que transcurrían de unos a otros a lo largo de toda la noche, todas las noches, cada noche, desde que llegué allí por vez primera.
Y así, siempre con la compañía de un batir de alas, pude aprender en los largos y lentos días que transcurrieron, asuntos de la corte, secretos inconfesables y…, hasta las canciones ya olvidadas de algunos héroes.
Libro de Edanna
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