Existe una joven dama a la que le gusta coser bajo la luz de un enorme ventanal, todas aquellas labores que por hacerse, protestan desde ese lugar que en alguna parte reclama por su momento. Cuando ella se entrega a su tarea con el sol de la media tarde, entre punte y despunte, las cristaleras de su balcón se visten de ella. Corren abajo los niños entre las piedras de la calle, y demás transeúntes, yendo o viniendo y ocasionalmente, deteniéndose a charlar.
Los rayos recorren a esta hora las fachada dorando unas paredes ya de por sí teñidas como el trigo, enviando reflejos a las onduladas cristaleras. Hay en este aire húmedo remembranza de cosas buenas, y de otras mejores que están por llegar.
Hay carros en la calle que cuando pasan llaman su atención. Caballos portando algún mozo de buen ver y mejor talle, bolsa estupenda y recomendaciones para llenar zurrones de los de una arroba. Si no es hoy, será mañana, parece que piensa ella. Algún día todo él estará por llegar.
Todo esto le pareció ella a Pedro cuando la contempló por vez primera. Pedro, que tiene la suerte de ser bachiller por mediación de su tío más viejo; Pedro, que vive cerca de la ermita y el molino, y cuyo padre se dedica a tapar los agujeros de las cacerolas con un trasto que previamente calienta al fuego. A su lado, siempre a su lado, su buen amigo Dimas; como siempre. Juntos vienen mucho por aquí últimamente a la salida del instituto, expresamente por esta calle, paseando entre adoquines. A Pedro y Dimas les pica la curiosidad, y desde hace semanas dirigen sus pasos hacia la gran casa bajo cuyo balcón acristalado, una joven muchacha se sienta a coser, intrigados por saber algo más acerca de ella.
Observando la ventana los dos muchachos contemplan a la chica en su labor, y a su alrededor les parece distinguir lenguas de fuego fulgurantes, oscilando enrojecidas. Hay algo familiar en los ojos de la chica, algo que recuerda a los tizones encendidos. Igualitos a los carbones donde el padre de Pedro calienta al rojo sus herramientas de trabajo.
A Pedro le extraña que nadie más sino ellos, reparen en aquella chica, ya toda una joven mujer, y que desde hace algún tiempo al caer el sol, se sienta junto a la ventana de aquella destartalada casa. Nunca la había visto antes, tan hermosa, entre paños e hilos de seda, teñidos todos ellos con colores que alegran el corazón.
Una tarde bajo la ventana, se atrevió a preguntarle -¿Es usted un fantasma?
Ella levantó los ojos de su labor, en sus pupilas se divisaban las llamaradas enrojecidas como de muchos tejados en llamas, levantando columnas de humo hacia las alturas.
-¿Te parezco yo a tí un espectro? Respondió con algo de burla en su voz.
Él no supo que decir, cruzó una mirada con Dimas y dubitativo, solo pudo replicar –No…, claro que no.
Pero no pudo decir mucho más pues, entre un pestañeo y el siguiente, la joven dama simplemente desapareció.
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