Las aguas de muchos ríos confluyen en la ciudad de piedra que no es piedra. Uno de tantos lugares antiguos, que se levantan con la osadía de la ingenuidad y del deseo de existir. La fortaleza de los mil escondrijos le decían algunos la última vez que la visité, y eso, fue hace ya mucho tiempo.
Llegamos al crepúsculo, cuando ya estaban cerrando las puertas de la ciudad-fortaleza. Un agujero de civilización en medio de valles y montañas, de vientos gélidos que se clavan eficazmente en cada hueso de mi cuerpo. Los guardias de la puerta me reconocieron, pero no dijeron nada, tan solo un leve movimiento de la cabeza me indicaba que podíamos pasar a través del arco semiderruido.
Me sacudí algunas agujas de pino prendidas en la capa de lana a lo largo de la jornada. Casi me daba lástima abandonarlas en aquel suelo entre piedras y fango, desechos de animales y de seres civilizados. El olor, como no, no se hizo esperar. Suspirando lo acepté, una vez más. El olor inconfundible de los elegidos de los dioses, por lo visto.
Caerdwen, la solitaria. Caerdwen, la de los mil escondrijos, la de las diez mil ratoneras, ante mí la larga pendiente empedrada. Las casas amontonadas una sobre otra, en peligrosas y osadas formas. ¿Acogedor? Puede ser, si todo tu equipaje estrujado alberga un par de barreños de agua, probablemente sí que se trate de un lugar acogedor.
Pero en mi interior siento que realmente, me da lo mismo. La propia aceptación me sorprende. La aceptación pienso, es tirana. Te condena a un cierto tipo de destierro, que no te queda más remedio que aceptar humildemente, o a regañadientes. Según qué día y qué momento.
La larga pendiente gira en un recorrido que nos lleva hasta las partes altas de la antigua fortaleza amurallada, hoy aprovechada por los refugiados de la zona y que en la actualidad, son los habitantes del asentamiento. Casas y casas se han apilado, aprovechando cada resquicio, cada palmo de pared, suelo, basamento, muralla y conjunto de escalones. La gente aprovecha las migajas de una ruina, y lo convierten en un nuevo hogar. Me sorprende la capacidad de aprovechar cualquier oportuno espacio para construir un refugio en el que malviven de entre cuatro a catorce personas. No me parece mal, la verdad. Es el deseo de sobrevivir lo que da el coraje de ciertas decisiones y la valentía para aceptar lo que puedes conseguir y aprovecharlo.
Sobrevivir, pienso. Sobrevivir a toda costa. Si alguien me volviera a preguntar ¿Cuál es el sentido de la vida? Creo que ya no tendría tanta paciencia. Me limitaría a mostrarle lo que se encuentra a mi alrededor, tan solo me molestaría en responder: sobrevivir.
La gente en Caerdwen es pobre. Muy pobre. Aprovechan lo que les da una tierra fría entre las montañas. Se cobijan en una vieja fortaleza que han convertido en pequeño refugio, punto de encuentro, lugar de comercio, ciudad en algunos aspectos. Un asentamiento extraño verdaderamente. Y a su vez, tan triste. La tristeza es como la herrumbre. Lo cubre todo, lentamente y en un instante a la vez, no es nada fácil de quitar, y le encantan los días de lluvia.
La gente nos contempla al pasar, dejan por un momento lo que están haciendo y nos dirigen miradas inexpresivas. En silencio, sin hacer comentarios. Guardándose los pensamientos para las esquinas de sus momentos en la intimidad. Esas miradas, las recuerdo, de otras veces. De otros momentos. De ayer y de anteayer, del año pasado y del anterior. Cuando me limito a devolver la mirada, no la evitan. No esperan nada, ni tienen miedo.
Los techos están cubiertos de pájaros negros. Los viejos cuervos, las urracas canturrean entre las tejas, los aleros y el alféizar con la manta y sus pulgas aprovechando las últimas luces de la jornada. Van desapareciendo tras las ventanas, mantas y brazos fuertes que tiran de ellas, despidiéndose con el crujir de contraventanas que se cierran. Pocos metros más arriba, al fin nuestro destino, la destartalada hostería donde espero podamos pernoctar. Mis compañeros están muy cansados. Salta a la vista con un leve vistazo. Hoy llegamos a tiempo, antes que cerraran las puertas, hoy tuvimos suerte.
Con la noche llegan los temores más profundos, los que tenemos más profundamente arraigados. Por hoy tenemos un muro sobre el que apoyar la espalda. Y eso hoy es un banquete para el instinto. Me gustan las piedras que tengo a mi espalda, aunque musgosas, son cálidas. Un momento de intimismo nos envuelve, la paz de estar en el destino. El refugio amurallado no cobija en uno de sus escondrijos, y en estos momentos, es el lugar más acogedor de toda la tierra. Aquel que te permite compartir con tus amigos, las sonrisas que guardamos dentro, animándoles a su vez, a compartir las suyas.
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Tan inspirador como siempre, Edanna. Sabes ya de sobras que me encanta leer estas pequeñas historias tuyas, estos retazos de viajes que en el fondo todos llevamos dentro, pero que sólo unos pocos sabeis plasmar así.
Gracias por leernos el alma.
Cloudalbert, me alegra saber que sigues por aquí. Muchas gracias por tu comentario, que siempre me hacen falta. Un fuerte abrazo.
Edanna