Piratas. Crónica de un entierro anunciado.
Roberto Puig:
La historia de la piratería, de por sí antiquísima, ha dado lugar a innumerables relatos a través de los siglos, algunos de ellos sumamente curiosos y poco conocidos, que han servido de base a películas de aventuras para deleite de los jóvenes, o de los no tan jóvenes. El vocablo «pirata», que proviene del griego «peiratés» a través del latín -y que no es propiamente sinónimo de «bucanero», «filibustero» o «corsario», como también se conoce a quien merece tal apelativo- significa «el que se aventura», «el que procura lograr fortuna». A todo el mundo le es familiar la bandera negra con la calavera y las dos tibias cruzadas, así como el estereotipo del filibustero con pata de palo o un parche en el ojo, de que la literatura se ha servido más de una vez para dar vida a personajes que se han vuelto clásicos en la pluma de grandes novelistas y narradores.
gente de mar:
Ante esto cabría preguntarse cuándo surgió la piratería. Quizás sea tan antigua como el marino, por lo menos desde que se contó con embarcaciones de cierta entidad. Se sabe que en Grecia comenzó no con actos de agresión o barbarie hacia las personas, sino con el apoderamiento de cosas, tales como el ganado de las islas que luego recorrería Odiseo, el cual muchas veces procede, precisamente, como un verdadero pirata cuyas hazañas él mismo cuenta. La historia griega es mezcla de realidad y fantasía en un comienzo, como la mitología nos lo recuerda, pero los personajes reales que pueblan aquélla tuvieron, de un modo u otro, que ver con el mar. Las viejas leyendas de los Argonautas, o del Minotauro cretense reflejan también la sumisión de determinadas comarcas al poderío de los piratas de la época. Posteriormente Pompeyo y César fueron terminando con los merodeadores del Mar Mediterráneo, volviendo así libres a las rutas marítimas otra vez. Hay que esperar a la época de las cruzadas, que es cuando se produce el renacimiento naval veneciano y bizantino, para que vuelva a hablarse de estos diestros, osados e implacables nautas, provenientes entonces fundamentalmente de Normandía y Berbería.
Los escandinavos eran también gente de mar; vivían en tierras en gran parte insulares, donde las comunicaciones se hacían sobre todo por vía marítima. Pero, contrariamente a lo que era habitual entre los griegos, no temían navegar fuera de la vista de la costa, y así se lanzaron atrevidamente a través del inmenso océano y llegaron a América del Norte cinco siglos antes de que Colón desembarcara en Guanahani.
Sus correrías han motivado innúmeras y amenas crónicas. Mas no solo invadían zonas isleñas y costeras; remontaban los ríos y procuraban refugio y sustento dondequiera lo hallaran. París, por ejemplo, conoció sus ataques en algún momento del siglo noveno. Las sagas se han encargado de embellecer las hazañas piratescas de estos rudos personajes, que fueron extendiendo su escenario hasta llegar al Mediterráneo; atacaron España, Sicilia, Calabria; uniéndose a los primeros berberiscos, aterrorizaron a poblaciones enteras. Y tenían por costumbre sus «drakkars» y «snekkars» llevar un poeta a bordo, para relatar las hazañas que iban cumpliendo.
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Eran los «reyes del mar», como lo dice su nombre, «vikingos». Más adelante comienzan a hacerse famosos nombres individuales, como Guinimer, el llamado «archipirata» por Godofredo de Bouillon, célebre cruzado. Cien años después, otro personaje sería también llamado así; se le conocía también como Eustaquio el Monje, que actuó a órdenes de Felipe Augusto, rey de Francia, que a fines del siglo XII se lanzó a la tercera Cruzada con Ricardo Corazón de León. No fue el único que pasó, como veremos, de la vida religiosa a la piratería. Poco a poco la leyenda se fue apoderando de él, como de tantos otros aventureros, que vistos hoy a la distancia impresionan como más heroicos y menos interesados de lo que en realidad fueron. El término «corsario» se aplicaba todavía en el siglo XIII al navío más que al tripulante; el típico corsario de los relatos de Salgari surgirá más tarde.
Un auge universal:
Con el paso del tiempo se van perfeccionando los buques, que adquieren más porte, capacidad y seguridad. Las técnicas bélicas cambian también; la popularización de la pólvora trae consigo nuevos armamentos y nuevas formas de combatir. Pero la realeza tiene también algo que decir en la historia de la piratería: servirse del corso es beneficioso para ciertos monarcas. Entre los holandeses, Guillermo de Orange, siguiendo los consejos de Coligny, resuelve a fines del siglo XVI organizar a los indisciplinados y aguerridos aventureros del mar para aumentar sus fuerzas militares y combatir a los españoles, entre ellos al Duque de Alba, que se ve por ello obligado a prestar atención a los piratas que despreciaba. Innumerables son los hechos de armas que ocurren en el mar entonces. La reina Isabel de Inglaterra busca también el apoyo de determinados capitanes, e incluso ennoblece al más famoso de ellos, Sir Francis Drake. Es ya corriente en esta época hablar de «filibusteros», vocablo derivado de otro holandés que significa «depredador».
Otros calificativos han sido menos afortunados, como «pechelingue», por ejemplo, que apenas figura hoy en algunos diccionarios. La piratería pura prácticamente había desaparecido a fines de la Edad Media de las costas europeas; se había transformado en corso o había sido aniquilada por las naciones civilizadas. Pero los nuevos descubrimientos habían agregado miles de kilómetros de costas, que eran una tentación para quienes se dedicaban al pillaje. Y surge el bucanero, en las islas antillanas que poseían ganado del que los piratas de alimentaban comiéndolo ahumado (en el «boucan»), como se hacía entre los nativos del Nuevo Mundo. El transporte del oro de América fue otro incentivo para los corsarios, que costó muy caro a las autoridades españolas, las cuales debían repeler los ataques piratas no sólo en el mar sino en las localidades fortificadas de la costa americana, cuyas ciudades eran saqueadas una y otra vez, a sangre y fuego.
Se da entonces un auge universal de la piratería; se destacan no sólo los más típicos y conocidos capitanes del Caribe cuyos nombres aún suenan; en el Mediterráneo actúan con renovado vigor los berberiscos, lo cual coincide con la detención del poderío naval turco, del que tanto orgullo deriva Cervantes por haber participado en la batalla de Lepanto. Los suplicios de las víctimas son hecho corriente; la prisión, es decir, la esclavitud y el rescate de los prisioneros, que el autor del Quijote experimentó vivamente en carne propia, son también habituales.
Los piratas filósofos:
No obstante, no toda la historia de la piratería parece signada por la violencia y el desprecio por la vida humana. La realidad se revela a veces insólita. Prueba de ello es un capítulo muy especial de este relato, que parece producto de la fantasía de algún novelista, del que fue testigo la isla de Madagascar, en los siglos XVII y XVIII. Es una experiencia totalmente única, que sepamos, en esta materia. Vale la pena detenernos debidamente un momento en ella. Consistió nada menos que en el surgimiento y materialización de lo que podríamos llamar el sueño de «piratas filósofos», muy diferentes, por cierto, de lo que fueron el célebre Morgan, el Olonés, Barbanegra o el Capitán Kidd, y otros en su momento. Dos nombres se destacan en esta empresa, dos sujetos que «elevaron la piratería a la altura de un ideal», y creyeron en una utopía humanitaria, adelantada a su época, que quisieron concretar: Misson y su lugarteniente Caraccioli. Del primero, oriundo de Provenza, no se conoce siquiera si ése fue su verdadero nombre o si tuvo otro. A fines del siglo XVII, embarcado como aprendiz en el «Victoire», llegó a Italia. En Roma trabó conocimiento, allá por 1690, con un fraile dominico «liberal», como se decía entonces para aludir a los revolucionarios, disoluto y libertino a la vez. El joven Misson quedó deslumbrado por la inteligencia y las ideas del monje, el que, colgando los hábitos (o quizás arrojándolos lejos de sí) y atraído por la vida del mar, decidió seguir al joven nauta y tentar fortuna en su buque. El «Victoire» fue atacado por piratas berberiscos, hecho común entonces, lo cual permitió que ambos amigos se iniciaran, valiente y arriesgadamente, en el conocimiento del arte y la ciencia del abordaje. A Misson la experiencia le resultó positiva, y lo entusiasmó al punto de embarcarse en un buque corsario mientras reparaban el suyo a consecuencia del encuentro. Participó en esta nueva nave en una acción bélica que culminó con la captura de un buque inglés, después de lo cual volvió al «Victoire» y a su compañero. Rumbo a las Antillas, ambos se fueron familiarizando más con las tareas náuticas, y siguieron cambiando ideas y pensando en sus utopías.
Caraccioli, prefiguración del enciclopedista, entendía que Dios desaprobaba de los reyes, de los clérigos, de la desigualdad, de la pena de muerte y, sobre todo, de toda disciplina. No se hablaba aún de anarquía, pero a ella tendía el fogoso ex sacerdote. Misson, por su parte, soñaba con la «aventura total». Quiso el destino que el buque que tripulaban fuera atacado por una nave inglesa, que causó numerosas muertes a bordo, incluida toda la oficialidad, pero que llevó la peor parte, pues en determinado momento su polvorín estalló, sin que quedaran sobrevivientes.
Mientras tanto, las prédicas de Caraccioli daban fruto: convenció a lo que quedaba de su tripulación de que lo deseable era una «vida de libertad»: los que le siguieran, la tendrían; los que pensaran de otro modo serían desembarcados. Ninguno abandonó el buque. Misson, que era el más instruido de quienes permanecían con vida después del combate, fue nombrado capitán, y el ex monje su teniente. Comienza así entonces la historia de una tripulación que en nombre de los principios humanitarios entendía que a veces cabía la violencia, la cual podía en algunas circunstancias no tener límite. Pareceríamos estar frente a los protagonistas de la futura Revolución Francesa. Se elaboró un reglamento para ordenar la vida a bordo, muy parecido, por otra parte, al de los filibusteros, gente efectivamente libre. Quedaba por elegirse la bandera. Alguien propuso emplear el pabellón negro con la calavera y los huesos cruzados, que los piratas ingleses habían empezado a enarbolar recientemente. Caraccioli manifestó abiertamente su desaprobación: «¡No somos piratas, sino hombres resueltos a mantener la libertad que Dios y la Naturaleza nos han acordado! ¡Los piratas son hombres perdidos, no podemos aceptar su bandera!» Propuso entonces el pabellón blanco con la figura de la Libertad, con la divisa «A Deo, A Libertate», es decir, «Por Dios y por la Libertad», y así se adoptó. Y en nombre de la libertad comenzaron las tropelías. El primer buque que se atacó estaba en lastre; llevaba apenas un poco de ron. No hubo pillaje, sin embargo; se respetaron los cofres y los efectos personales, y se dejó partir a la presa, tras hacer jurar cándidamente a todos no revelar nada de lo sucedido antes de transcurridos seis meses. Esta inicial y peculiar aventura fue la más sencilla, porque a partir de allí el combate fue la regla, cuyo botín era a veces vendido en puertos tales como Cartagena de Indias. La actitud de Misson, no obstante, fue noble frente a los esclavos negros. En tanto que filósofo humanitario, no podía admitir tal comercio. Sorprendente punto de vista para la época, y más aun partiendo de quien partía, que benefició a cuantos infelices eran inhumanamente transportados en los buques que él capturaba. En ocasión de cobrar una presa holandesa, argumentó de este modo frente a la tripulación:
«Es imposible que el comercio de gente de nuestra especie sea jamás del agrado de la Justicia Divina. Ningún hombre tiene poder sobre la libertad de otro. No nos hemos librado aún del irritante yugo de la esclavitud ni hemos asegurado nuestra libertad para imponer la esclavitud a otros. Sin duda, esos hombres se distinguen de los europeos por su color, sus costumbres o ritos religiosos; pero no son menos criaturas del mismo Ser omnipotente y dotados de igual razón. Deseo, pues, que sean tratados como hombres libres y distribuidos entre nosotros para compartir nuestra comida, para que puedan pronto aprender nuestra lengua, se den cuenta de las obligaciones que tienen para con nosotros y se vuelvan más capaces de defender esta libertad que deberán a nuestra justicia y a nuestra humanidad»
Fueron así dejados en libertad los negros, de los cuales una parte, al igual que sus captores holandeses, quisieron permanecer embarcados al lado de Misson. Junto con varios ingleses, se conformó de tal suerte una tripulación harto extraña y heterogénea, que el capitán logró hacer congeniar. Más trabajo le costó impedir que prorrumpieran en juramentos y maldiciones, tan comunes a bordo. También esto es fuera de lo común en la vida de los personajes que hoy nos ocupan.
En busca de la república ideal:
Una presa inglesa, bien artillada, había sido puesta al mando de Caraccioli. Ambos buques doblaron el Cabo de las Tormentas -así llamado por Bartolomé Dias, su descubridor, en 1488, conocido luego como de Buena Esperanza- siguiendo la ruta que Vasco da Gama había abierto dos siglos antes, en 1497-98, también en demanda de Madagascar, y luego de las Comores. En esas tierras tuvo lugar asimismo un exitoso intento de fraternización con ciertas parcialidades indígenas-a cuyos integrantes tiempo después Rousseau llamaría «los buenos salvajes»-, que llegó hasta el punto de tomar Misson por esposa nada menos que a la reina de la isla de Anjouan. Caraccioli, por su parte, desposó a una princesa. La dote para la reina difería de las corrientes: consistió, dadas las circunstancias, en armas cortas y largas, que habrían de servir para sostener una guerra contra la isla vecina de Moheli. Y aquí ocurrió otra muestra del inusitado y humanitario carácter de Misson: los prisioneros tomados entonces fueron devueltos a sus hogares. Quizás hubiera detrás de este gesto una sutil política, la de no malquistarse tampoco, por las dudas, con los demás habitantes del archipiélago. De todos modos, resuelto esto, se decidió la partida. Pero como las noveles esposas se hallaban precisamente a bordo y rehusaron quedarse en tierra, los noveles esposos no pudieron hacer otra cosa que llevarlas consigo. Las reales damas fueron así testigos a la vez de un combate entablado contra un navío portugués de potente artillería, que llevaba nada menos que seis millones de libras de oro en polvo. Le tocó entonces a Caraccioli sufrir una mala pasada que le jugó la suerte, pues perdió una pierna en el encuentro. Numerosos piratas, pese a todo, estaban determinados a fundar la república ideal. Para ello se eligió la bahía de Diego Suárez, atractivo lugar situado en el extremo norte de la isla de Madagascar. Allí, pues, se instaló esta notable comunidad, con integrantes de costumbres, nacionalidades y religiones diferentes: piratas franceses, ingleses, portugueses, negros liberados, nativos de Comores, cristianos, mahometanos, etc., que se llamó «Libertalia». En tal paraje la violencia pareció por un tiempo no existir, salvo, naturalmente, en lo referente a los navíos que por razones de supervivencia era menester someter a pillaje. No había tampoco rey o presidente. Misson fue elegido «Conservador», y era tratado de «Alta Excelencia». Tal mandato, instituido con tres años de duración, implicaba castigar el vicio, según las leyes que habrían de establecerse, y premiar la virtud y el coraje. Caraccioli se reservó el cometido de Secretario de Estado; un inglés, Tew, fue nombrado Almirante. Se formó un consejo compuesto de integrantes idóneos, sin distinción de nacionalidad o color, encargado de elaborar las leyes. Y leyes hubo, numerosas, por cierto, adelantadas en un siglo, por su contenido, a las de la época; se llegó incluso a imprimirlas. ¡Piratas con imprenta! Las correrías se convirtieron en el principal objeto de los libertalianos, que dieron por resultado un incremento no solo de la flota sino de la población de la nación. En nombre de la libertad ocurrieron raptos de mujeres y otros hechos de fuerza que hacían creer a la incipiente comunidad que era la dueña del mundo. Irónicamente, esa experiencia habría de llegar a su fin precisamente porque los «buenos salvajes» arremetieron contra la comunidad, la saquearon y destruyeron, sin importarles o sin enterarse de que ella fue la que les acordó un estado de igualdad. Otros piratas coadyuvaron a su fin; incluso el mar participó, arrebatando a Misson para guardarlo en su seno. El inglés Tew quedó afortunadamente como depositario de los manuscritos que aquél le había confiado, que un día fueron a parar a La Rochela, de donde se divulgó su contenido, el cual diríase tomado de la fantasía de un escritor, aunque tal es esta verdadera historia.
Cambio de cauce:
La decadencia de la actividad de los piratas, corsarios y bucaneros comienza a fines del siglo XVIII. Sigue entonces en vigencia la trata de negros, y se materializan todas las actitudes que puedan imaginarse acerca del desprecio por la vida y la condición del hombre. Los dominios españoles de las Antillas y América Central, las colonias asiáticas y africanas de las naciones europeas son los escenarios de un gigantesco cúmulo delictual, según ya se veía entonces. Piratería, antes que corso. De esta época datan algunos de los nombres citados, que han aportado abundante material a los escritores y a los productores cinematográficos, como anotábamos. Con el propio Río de la Plata se asocian varios nombres en su historia: Drake y Cavendish en sus comienzos, luego Fontane y finalmente el más célebre que asoló las costas de Rocha y Maldonado: Étienne Moreau, que antes de dejar la vida en la zona de Castillos bastantes dolores de cabeza había de dar a Zabala. En el siglo XIX, los esfuerzos de algunas naciones, particularmente Inglaterra, Francia y Estados Unidos, lograron prácticamente abolir la piratería; el corso, del que se sirvió también nuestro Artigas en su momento, tenía otra finalidad. Gradualmente los gobiernos fueron reconociendo que la piratería constituía un delito internacional, e hicieron esfuerzos por desterrarla. Entrado el siglo XX, quedan aún sectores afectados por ella: los mares del sur de la China son su teatro de operaciones entonces. Siguen existiendo mercenarios; también se incluye a algunos buques de guerra entre los corsarios contemporáneos. Modernamente, la delincuencia internacional ha tomado otros cauces, de raíz sobre todo política: el terrorismo ha inaugurado el secuestro de aeronaves y de buques, planteando un problema que no ha hallado todavía solución. Las facetas trágicas de los hechos actuales, los tremendos avances de la tecnología que los hacen posibles como hasta hace poco no se hubieran imaginado, llenan de angustia el espíritu. Los tiempos de la piratería clásica, que vemos ahora desde lejos, han quedado, sin duda, atrás; su realidad luctuosa queda en la bruma; recordamos más bien lo heroico, lo pintoresco, lo atrevido de la aventura: en una palabra, ya no navegan los majestuosos galeones trayendo el oro de las Indias, ya no están Morgan o el Corsario Negro, rodeados de su romántica aureola, al acecho de su presa o a la espera de su venganza.
Extraído de: www.uyweb.com.uy/relaciones/9706/mundanalia.html
Autor:Roberto Puig
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Mujeres piratas:
Grace O’Malley:
Irlandesa llamada «Graine Mhaol» por llevar el cabello corto. Era miembro de una famosa familia de ladrones marinos irlandeses. Se casó con dos de los más importantes jefes de clanes del Oeste de Irlanda. Su base estaba situada en la isla Clare en Clew Bay. Renunció a la piratería en 1586 y recibió el perdón de la reina Elizabeth.
Ann Bonny:
Hija ilegítima de un importante abogado irlandés, William Cormac y de la criada de la familia, Mary Brennan. En 1698 después del escándalo, sus padres marcharon a Charleston donde su padre ejerció como abogado y se convirtió en un rico comerciante. El temperamento de Ann era bien conocido y se cuenta que apuñaló a una chica con un cuchillo de carnicero. Contrajo matrimonio con James Bonny, un cazador sin fortuna quien la llevó a las Bahamas como pirata después de que su padre las desheredara. James se convirtió en un informador del gobernador Woodes Rogers en su lucha contra los piratas. Ann le abandonó por John «Calico Jack» Rackham que había abandonado la piratería tras un perdón real. Jack le compraba regalos y le instó a abandonar a su marido por él. James recurrió al gobernador para retenerla. Ann y Jack decidieron huir y volver a la piratería. Calico Jack dejó a Ann en Cuba en compañía de unos amigos para dar a luz a su hijo y se reunieron de nuevo en el mar dejando a su hijo al cuidado de unos amigos en Cuba. Ann vestía ropas masculinas, era experta en el manejo de pistolas y machete y era considerada tan peligrosa como cualquier pirata masculino. Jack acogía a marineros de barcos capturados como tripulación forzosa para sus barcos. Un joven marinero capturado llamado Mark Read resultó ser una joven inglesa llamada realmente Mary Read. Rackhan permitió a Mary continuar con su disfraz y unirse al grupo.
Mary Read (1684-1721):
Era hija ilegítima y su madre la vistió de chico para que un día pudiera ser su heredera, haciéndola pasar ante sus familiares como su hijo que había fallecido. Entró al servicio del rey como grumete y sirvió más tarde en la infantería y como dragoon en la Guerra de la Sucesión española. Se enamoró de un compañero de tienda y marcharon a Holanda en 1698. Después de la muerte por fiebres de su marido volvió a vestirse de hombre y se enroló como marinero en un barco holandés. En 1709 Mary Read y otras mujeres escribieron una carta a la reina Ana de Inglaterra suplicando el perdón para sus maridos. El suyo estaba prisionero en Inglaterra. Su marido fue ahorcado y ella volvió a enrolarse. Tenía 25 años. En octubre de 1720 su barco fue atacado por los británicos mientras los piratas estaban borrachos. Mary se enfrentó a los piratas matando a uno mientras gritaba que se levantaran y lucharan como hombres. En Jamaica fueron todos sentenciados a muerte pero ambas mujeres estaban embarazadas y pidieron al juez posponer su ejecución hasta después de dar a luz. Calico Jack Rackham fue sentenciado el 17 de noviembre de 1720. El amante de Mary fue declarado tripulante forzoso y perdonado. Mary murió de fiebres en prisión el 28 de abril de 1721, antes de que su hijo pudiera nacer. Tenía 37 años. Ann tuvo a su hijo y no hay evidencias de su ejecución. Se dice que su rico padre compró su liberación y que se casó y estableció en Virginia.
Otras mujeres piratas fueron Ching Shih, reina de los piratas chinos, que tomó a su cargo la flota de su marido después de que éste resultase muerto por un tifón en 1807, Charlotte de Berry, inglesa, Fanny Campbell de Massachusetts y Ann Mills.
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Diversidad de procedencias:
A pesar de su reputación de tiranos, muchos capitanes piratas eran elegidos por sus tripulaciones siguiendo una tosca versión de democracia. «Pirata» era su verdadera nacionalidad, su estructura social. Se vieron arrojados fuera de la ley y crearon sus propias leyes para regular su comportamiento colectivo. Negros, blancos, ingleses, franceses, cualesquiera que fuesen su color o procedencia. Eran todo lo libres que un hombre podía ser en aquella época (Keneth J.Kinkor)
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