Me gusta conducir de noche, por carreteras desconocidas, y tan solo con la tenue visión de esos cien metros que permiten los faros.

Lo peor de vivir rodeado de agua, es que esas carreteras siempre llevan al mismo sitio. Es como estar encerrado en un pequeño laberinto plácido y perfumado, pero laberinto al fin y al cabo.

prado_agosto.jpgYa que difícilmente puedo caminar como una persona completa (lo cual me jode, ni asimilarlo ni nada no te hagas ilusiones, siempre jode y punto) el coche ha sido la salvación de un viajero frustrado. (Quizás la razón de mi interés por los mundos virtuales, es que permiten recorrer un atlas nuevo, del que no se conocen topónimos aún, y mucho espacio en los mapas permanece en blanco. Aunque es un consuelo pasajero). “Viajar es la cura contra los nacionalismos”, me decía una persona que conocí en Santiago, este verano, en la oscuridad de un bar repleto de humo, deliciosamente rodeado de piedras y cera de vela por todas partes, haciendo trucos de magia.

Y ese estremecimiento ante lo desconocido, esa penumbra más allá de la luz de los faros, es adictiva. La falta de seguridad, es adictiva, como la montaña rusa, como el tabaco de liar, como los gatos, como las sonrisas.

-Escribiremos sobre la banalidad…

-¿La banalidad? – Preguntó ella.

-¡Claro! La banalidad es el perfecto antagonista de nuestra historia. – Le contesté-. El más claro ejemplo del mítico y fiero enemigo. La banalidad es el enemigo del glamur, pero el glamur de antes, no el de ahora pues la palabra fue secuestrada y pervertida. Glamur no son “famosos” aunque ellos sí que quieran transformarse en esa palabra de manera patética, la mayor parte de las veces.

-¿Y el protagonista? –Preguntó.

-Pues será un gato, por supuesto. – Le contesté con seguridad.

Recorrimos tantos kilómetros que no consigo recordar cada momento, y eso me apena. Pues cada minuto fue apacible y sosegado. En aquel valle o en la más alta montaña, bajo el tórrido verano o con el frío cortante del paso de montaña. Fueron momentos de silencios tranquilos. Los que se llevan mejor que otra cosa. Lejos de banalidades. Cada minuto fue elegante…si, elegante.

Elegante…

Nos fuimos de copas con el rey del sueño. Y un deseo estaba detrás de todos los pasos, solemne y perturbador. Yo lo vi, o la vi muchas veces. Apoyada en este o aquel árbol. Sentada en la valla, bajo un roble. En lo más oscuro y en el claro más luminoso. Todo para permanecer rodeados a lo largo de muchas hectáreas por el hechizo más cautivador. El que espanta la banalidad, el que permite que permanezca la esperanzadora y adictiva incertidumbre, el afán de la sorpresa, la ilusión de lo inesperado. El que nos da la fuerza de hacer cada minuto de nuestra vida, elegante…

Sin tener nada seguro, sin tener nada sujeto de pies y manos. Sin anhelar que el tiempo sea nuestro esclavo y hacerle jurar a latigazos que nuestro futuro no es incierto. Al respirar el aire de aquella montaña, en un día que no recuerdo, esperé que todos los demás fueran como aquel, sin saber donde dormiría aquella noche, o la noche siguiente. Nunca más. Que todo fuera por siempre incierto, y que jamás bajo ningún concepto, me predijesen el futuro, ni el final de todas las cosas.

Pues, al final de todo, siempre y únicamente, sé muy bien que solo estaré yo.